Cita



El momento de la verdad nunca llega, el momento de la verdad nunca se va.
Ramón Eder
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viernes, 6 de octubre de 2017

1999, any zero

En los años 90 Barcelona era el no va más de la modernidad en la península Ibérica. Así lo creía yo, muy en sintonía con lo que escribe Ramón González Férriz en este artículo. Barcelona era más europea, menos caótica, más hospitalaria, menos agresiva, más abierta al mundo que ninguna otra gran capital (sobre todo que la capital). Madrid era sinónimo de atasco en la M30; Barcelona, de racionalidad urbana con su Ensanche y obras olímpicas. Entre Pasqual Maragall y Álvarez del Manzano no había color.


Sí, es verdad, estaba todo el asunto del nacionalismo catalán. Pero, desde mi óptica, se trataba de un un problema sobredimensionado y utilizado con meros fines electorales. Al fin y al cabo, el PP, que tanto criticó la política lingüística de la Generalitat, no tuvo reparo en implantar su propia inmersión lingüística en otras comunidades bajo su gobierno (Galicia y Valencia, por ejemplo). Y los mismos que saludaban desde el balcón a quienes gritaban Pujol, enano, habla castellano a las pocas semanas confesaban hablar catalán en círculos íntimos. Al único intelectual "de izquierdas" que recuerdo criticar los desmanes del nacionalismo catalán en aquellos años es Félix de Azúa (Savater, el pobre, ya tenía suficiente trabajo con el vasco, que llevaba de premio una banda de asesinos y secuestradores). Ya un poco más tarde empecé a leer a Arcadi Espada. Pero tanto a Azúa como a Espada e incluso al Savater articulista les puede con frecuencia su altivez. Escriben de maravilla y son elocuentes en sus razonamientos pero, a veces, dan la impresión de forzar los argumentos un poco más de la cuenta con el único objetivo de dejar en evidencia el (bajo) nivel intelectual de quienes opinan lo contrario. Se gustan demasiado y esto les resta un punto de credibilidad.

Mi creencia era que, como los tumores, había nacionalismos malignos y otros benignos y el catalán se encontraba en esta segunda categoría. Y, en todo caso, los nacionalistas vivían en la Cataluña rural, como se encargaban de repetir siempre los analistas políticos. Barcelona era, repito, pura modernidad, apertura y vanguardia cultural. Por eso, cuando Johanna y yo decidimos buscar nuestro futuro en España (descartando Finlandia, Reino Unido y alguna otra opción que barajamos), elegimos la capital catalana como el lugar ideal. Llegamos a la estación de Sants a finales de septiembre de 1999 tras viajar toda la noche en tren y un taxi nos llevó a la pensión que teníamos reservada por una semana. Pensamos que sería tiempo sufiente para encontrar un apartamento de alquiler. Éramos ingenuos y optimistas. También afortunados, porque antes de que finalizara tan breve plazo encontramos apartamento (Calle Rocafort 146) y Johanna empleo (gracias a la ayuda de mi primo Quico). Para mayor suerte, en una ciudad tan grande, el puesto de trabajo de Johanna estaba en la calle Numancia a menos de 15 minutos andando de nuestra nueva casa. Unos pocos minutos más, caminado en dirección contraria, y llegábamos a la plaza de Cataluña. La plaza de España estaba a la vuelta de la esquina. Es posible que me equivoque pero creo recordar que el precio del alquiler era de 54.000 pesetas mensuales (tal vez 64.000. No más, eso seguro). En aquella época, previa al boom inmobiliario y a Airbnb, era posible alquilar un apartamento céntrico y decente para los jóvenes que iniciábamos nuestra andadura.

Llegamos en septiembre de 1999 y nos marchamos en febrero de 2000. Recibimos el nuevo milenio en la plaza de Cataluña, rodeados de turistas extranjeros (la mayoría italianos), disfrutando de un espectáculo asombroso de la Fura dels Baus. No duramos mucho en Barcelona. No fue por culpa de la ciudad. Éramos nosotros. Pero en esos cuatro meses largos, en los que tuve tiempo de sobra para pasear y para mirar la ciudad con ojos golosos, vi cosas que nunca hubiera imaginado. Algunas las llegué a poner por escrito en un cuaderno que conservo. Esto es del jueves 14 de octubre de 1999:
Hemos aterrizado en la ciudad condal en plena recta final de la campaña electoral al parlamento autonómico [Fueron las últimas elecciones de Pujol y las primeras de Maragall. Ganó este último en votos pero obtuvo más escaños el primero]. Lamentablemente no he tenido tiempo de seguirla.(...)
A pesar de mi momentánea desconexión sobre lo que pasa en el mundo
[no teníamos televisión ni acceso a internet. Tampoco comprábamos la prensa], he sido testigo de un acontecimiento que merece figurar en la antología del disparate nacionalista. Sucedió en la festividad del Pilar, día de la hispanidad. Al partido de los verds se le ocurrió celebrar, junto al monumento a Colón, un acto de desagravio para con los pueblos suramericanos que fueron conquistados y sometidos al "yugo colonial español". Para ello invitaron a representantes de los colectivos de inmigrantes y otras asociaciones relacionadas con latinoamérica. La práctica totalidad de asistentes al acto eran hispanoparlantes y sólo unos pocos entendían el catalán. A ninguna persona de bien se le escapa que la escasa implantación de los idiomas precolombinos en la actualidad se debe al feroz imperialismo español. Por eso, al llegar la hora de los discursos, la candidata del partido declinó utilizar el "idioma de los opresores". Con ello evitó herir las susceptibilidades históricas de los presentes. Lo de menos es que los destinatarios de estos honores y miramientos no pudieran entender lo que sin duda fue un emocionante alegato contra la abyecta corona española y sus funestos fines. Otra vez será.
Me pregunto que habrán hecho, sentido, pensado esta semana los niños de la foto
 Muy cerca de nuestro apartamento, en la plaza Joan Miró, había una pequeña biblioteca muy agradable, rodeada de agua y con grandes ventanales que dejaban entrar la luz y la vista del parque. Cuando entré la primera vez me llevé una gran sorpresa al descubrir que muchos títulos estaban traducidos al catalán...... del español. Comprendo perfectamente que haya lectores que prefieran leer a Dickens, Pennac o Kapuscinski en catalán antes que en español. Al fin y al cabo se trata de traducciones necesarias por la dificultad (o directa incapacidad) de entender el inglés, el francés o el polaco. Puestos a traducir que se haga en el idioma que más me gusta. Vale. Bien.
Pero no me cabe en la cabeza que existan lectores que, siendo capaces de comunicarse perfectamente en castellano, prefieran leer una traducción al catalán de obras de Marías, Savater o Mendoza. A lo mejor es una tontería, pero para mí fue un jarro de agua fría en la idea cosmopolita y moderna que tenía de Barcelona. Me parece el colmo del aldeanismo.


De esto no me acordaba. Lo escribí el jueves 28 de octubre de 1999 (se ve que los jueves tenía más tiempo libre):
Esta mañana una compañera de trabajo ha recriminado a Johanna que no esté aprendiendo catalán. "No te vas a integrar si no lo aprendes. Es una pena, porque nosotros somos catalanoparlantes. Pero bueno, a ti te hablaré en castellano".
El olvido se debe a que no fui yo quien sufrió la descortesía. Pero recuerdo lo alterada que vino Johanna de la oficina. Trabajaba en una de las sedes centrales del Deutche Bank, en el departamento de contratos si no recuerdo mal. El banco alemán estaba domiciliado en Barcelona. Había al menos tres sedes con oficinas centrales: una en la calle Numancia, otra en Sant Cugat del Valles y otra en la Diagonal. En su trabajo Johanna no mantenía ningún tipo de contacto con clientes (que en todo caso serían todos los clientes españoles, puesto que, repito, trabajaba en la sede central del banco. No había otro departamento como el suyo en Madrid ni en ninguna otra ciudad española).
En la entrevista de trabajo, mantenida en español, no se hizo mención en ningún momento que hablar catalán fuese un requisito para obtener el puesto. Todos los documentos, todas las instrucciones, el único idioma de trabajo en esas oficinas era el castellano.
No sé cuántos idiomas hablaba la compañera maleducada y borde. Johanna, en esa época, dominaba perfectamente el finés, el sueco, el inglés y el español. Y no tengo duda de que, si nos hubiésemos quedado a vivir allí, también habría aprendido catalán. Le gustaban mucho los idiomas (aunque ahora recuerdo que el catalán no le hacía gracia porque decía que sonaba como el ruso. Muchos finlandeses, Johanna entre ellos, padecen rusofobia en mayor o menor grado). Yo lo hubiera tenido más complicado porque me da mucha pereza estudiar un idioma. Me pasó en Helsinki, donde apenas mejoraba mi finés porque en todas partes me comunicaba sin problemas en inglés. Y nadie me espetó nunca una frase de ese estilo. Nadie me recriminó nunca tener que utilizar el inglés para que yo pudiera entender y participar en la conversación.
Hace cinco meses regresé a Finlandia con motivo de un proyecto Erasmus+ del que soy coordinador. Estuve una semana realizando actividades en un instituto de una pequeña localidad a 20 km de Helsinki. Un mismo edificio, con algunas instalaciones comunes (comedor, hall, pistas deportivas...) y otras no (laboratorios, aulas, salas de reuniones) albergaba a los dos institutos del pueblo: el sueco-parlante (nuestro socio en el proyecto) y el finés-parlante. He ahí un ejemplo claro de bilingüismo respetando los derechos de todos los ciudadanos incluidas las minorías (en este caso los suecos). Las familias suecas tienen derecho a que sus hijos estudien en sueco y no por eso dejan de aprender finés (imposible, están inmersos en ella y la asignatura de finés tiene mucha carga horaria). Las familias finlandesas tienen derecho a que sus hijos estudien en finés y no por eso dejan de aprender sueco (mucha carga horaria). ¿Dónde está la segregación si además comparten instalaciones?
En Cataluña, se quiera o no reconocer, la política lingüística no está al servicio de los derechos ciudadanos sino de la "integración" social. El objetivo es conseguir que las familias hispanoparlantes alcancen la condición de ciudadanos catalanes mediante la asunción del credo nacionalista. Hay que estar muy ciego para no reconocer que hay catalanes de 1ª (o catalanes a secas) y catalanes de 2ª (estos realmente no son considerados catalanes. Son gente de paso). Aquello de todos somos iguales pero algunos somos más iguales que otros. Es lo que estaba implícito en la conversación que tanto alteró a Johanna. Verás, tú crees que somos iguales porque eres ciudadana de la UE, con permiso de residencia, hablas perfectamente una de las dos lenguas oficiales, tienes un buen trabajo... Pues no, estás equivocada. Para que seamos iguales, para alcanzar la ciudadanía plena debes hablar catalán (primer paso para pensar como un buen catalán).

Comedor y sala de usos múltiples que comparten el instituto finés-parlante y el  sueco-parlante de Sipoo/Sibbo
Durante mis paseos por Barcelona, aparte de carteles electorales, me encontraba con otros en los que se veía un convoy de carros de combate desfilando por la Diagonal con la siguiente leyenda en rojo:
1939 BARCELONA ANY ZERO    història gràfica de´l ocupació de la ciutat
Anunciaba una exposición en el Museu D´Història de la Ciutat con motivo del cuarenta aniversario de la entrada de las tropas franquistas en Barcelona. En 1999 todavía no estaba de moda la recuperación de la memoria histórica y nadie conocía al diputado Rodríguez Zapatero que pocos meses después sería nombrado secretario general del PSOE (con el apoyo del PSC). El museo de historia de Barcelona fue, pues, uno de los pioneros en la "recuperación" de la memoria histórica en su versión más perversa, la que podríamos llamar historia-ficción al servicio de una ideología. Yo tenía muy reciente la lectura de cuatro libros que abarcaban el meollo de la cuestión:
  • La república española y la guerra civil de Gabriel Jackson. Me encantó. Lo leí sufriendo por el desenlace de los acontecimientos aun sabiendo el final de antemano. Pensé mucho en mi abuelo. En mis abuelos. Me apenaba desconocer tanto de sus vidas.
  • Causas de la guerra de España de Manuel Azaña con prólogo de Gabriel Jackson. Son 11 artículos escritos en Collonges-sous-Saléve en 1939.
  • Franco de Paul Preston. También me gustó pero no fue una lectura agradable. Me obligué a leer un capítulo diario como quien toma una medicina necesaria.
  •  Los españoles en guerra de Manuel Azaña con prólogo de Antonio Machado. Contiene los cuatro discursos oficiales pronunciados por el presidente de la República durante la guerra civil. Se imprimió por primera vez en Barcelona en enero de 1939, bajo el cuidado de su autor. 
Podría añadir algún otro libro más a la lista (las memorias de Francisco Ayala, por ejemplo) pero no merece la pena. Sólo quiero recalcar que, sin ser ningún experto ni historiador, tampoco era un completo ignorante de lo acontecido en esa triste época histórica.


Nunca imaginé que una institución pública pudiera programar una exposición tan sectaria y manipuladora como la que me encontré en la Casa Padellás. En ningún lugar, pero menos aún en Barcelona. Por Dios, pero si hasta el mismo Gabriel Jackson había elegido esta ciudad para retirarse a vivir tras su jubilación. ¿Cómo es que ningún intelectual se había manifestado denunciando el timo?
Cualquier visitante que desconociera la historia de la guerra civil saldría de la exposición convencido de que la guerra consistió en una invasión del ejército dictatorial español para acabar con las instituciones democráticas catalanas. Todas las imágenes, todos los documentos (terroríficas las condenas a muerte) recreaban una única secuencia: reuniones pacíficas de asambleas y grupos políticos nacionalistas, noticias sobre la declaración de independencia, guerra (únicamente en territorio catalán) y posterior represión (ídem). Todas las víctimas eran demócratas catalanes. Los causantes de las matanzas: fascistas españoles.
Ninguna contextualización. No fue una guerra de españoles contra españoles sino de españoles contra catalanes. No existían matanzas fuera de Cataluña. Madrid no fue ocupada por ningún ejército vencedor. No hubo masacres en la carretera de Málaga a Almería, ni en Badajoz, ni...

Alguien podría argumentar, siendo muy naif, que el Museo de Historia de Barcelona se limitaba a exponer lo sucedido en la ciudad por tratarse de un mueso de historia local. Pero no es verdad. Primero porque la muestra exponía los acontecimientos sucedidos en toda Cataluña, no sólo en su capital. Y segundo, lo que es infinítamente peor, porque ocultaba todo lo relacionado con las instituciones republicanas españolas. Las brigadas internacionales no se despidieron con un desfile en Barcelona. Es conocido que las brigadas vinieron a auxiliar a la República Española, no a la Generalitat de Cataluña. Tampoco Barcelona fue la última sede del gobierno republicano español antes de partir al exilio. Entre otras razones porque en el Museo de Historia de Barcelona no hay señal de que existieran demócratas españoles (no catalanes, se entiende) ni que tuvieran que exiliarse al final de la guerra. El último discurso de don Manuel Azaña como presidente de la República Española no fue en el Ayuntamiento de Barcelona... Y así podríamos seguir con la lista. Vergonzoso. Escribí un comentario indignado en el libro de visitas y me marché con mal sabor de boca.


Lo que está sucediendo estos días me está dejando algo peor que un mal sabor de boca. Rabia, tristeza y preocupación en proporciones variables según el momento. Rabia por tener que presenciar actuaciones de una irresponsabilidad criminal por parte de quienes deberían preocuparse por el bienestar de los ciudadanos y lo único que persiguen es enfrentarlos. Tristeza por todo. Preocupación porque ya no hay solución buena (yo no la veo) y la deriva puede ser terrible (esperemos que no).

También tengo la sensación incómoda de haberme dejado engañar. De no haber querido ver lo que saltaba a la vista. Leo la prensa, veo las noticias y todo me recuerda a los meses que viví en Barcelona. El escalofriante artículo de Isabel Coixet publicado el martes tiene su correspondiente reflejo en otro que publicó Arcadi Espada en diciembre de 1999.

Es difícil poner una fecha en la que comienzan los movimientos sociales. Pero para mí 1999 es el any zero del procés.
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lunes, 31 de agosto de 2015

Oliver Sacks

No por anunciada me ha resultado menos triste la muerte de Oliver Sacks. La lectura de Un antropólogo en Marte cambió mi forma de ver la vida. La mejoró. Creo que es el libro que más veces he recomendado (la última vez a una compañera en la cena de graduación de este año, cuando todavía no sabía que Oliver Sacks se estaba muriendo) y más veces he prestado o regalado. Fue un auténtico deslumbramiento. Si no lo habéis leído ya estáis tardando.

Lo compré por 1400 pesetas (todavía está el precio escrito a lápiz en la primera hoja) en la librería Anaquel. La contraportada me pareció interesante y recordé haber leído algún comentario elogioso por parte de Rosa Montero. Era una época en la que yo compraba muchos libros por impulso. Gran parte de ellos están todavía pendientes de lectura. Afortunadamente no el de Oliver Sacks. Lo leí de inmediato. Supongo que empecé a hojearlo y luego ya no pude parar. Fue en verano de 2001 y el libro arrojó luz en un momento de gran pesar e incertidumbre de mi vida. Así comienza el prefacio:
Estoy escribiendo con la mano izquierda aunque, soy irremediablemente diestro. Hace un mes me operaron el hombro derecho, y en este momento no me dejan ni puedo utilizar la mano derecha. Escribo con lentitud y torpeza, pero con más soltura y naturalidad a medida que pasan los días. Me adapto, aprendo continuamente, y no sólo a escribir con la mano izquierda, sino también a realizar otras muchas actividades: también me he vuelto habilidoso, prensil, con los dedos de los pies, para compensar el hecho de tener un brazo en cabestrillo. Cuando me inmovilizaron el brazo anduve con cierto desequilibrio durante unos días, pero ahora camino de manera distinta, he descubierto un nuevo equilibrio. Desarrollo pautas de comportamiento distintas, hábitos distintos..., una identidad distinta podríamos decir, al menos en esta esfera concreta.
Han pasado catorce años y todavía recuerdo las siete historias que relata el libro, especialmente El caso del pintor ciego al color, Vida de un cirujano y Ver y no ver (visto y no visto diría Muñoz Molina). Me sorprende encontrar entre las páginas de mi ejemplar un boletín de notas de un alumno de mi tutoría del curso 2004-2005. Ah, sí, le presté el libro a una compañera de aquel año que había trabajado en un psiquiátrico.


El tío Tungsteno es el tercer libro que leí de Oliver Sacks. Lo compré en junio de 2003 en un estand de la Feria del Libro de Madrid. 17.50 € (el precio a lápiz, etc). Eran mis primeros días como profesor de instituto y mi situación económica tras año y medio en paro dejaba que desear. Así que me prometí a mí mismo que sólo compraría dos libros en la Feria. Una novela de John Irving y las memorias infantiles de Oliver Sacks fueron mi elección.
El día que compré El tío Tungsteno firmaba Rosa Montero en una de las casetas de la Feria. Acababa de publicar La loca de la casa (libro que leí más tarde y en mi opinión el mejor, con diferencia, de su autora). Yo ya había comprado mis dos libros así que se me ocurrió que podría pedirle que me firmara el de Oliver Sacks. Al fin y al cabo conocí a Oliver Sacks gracias a ella. Imagino que le gustaría saber que sus recomendaciones tienen eco. Al llegar a la caseta donde firmaba vi a Rosa Montero y a cinco o seis personas que esperaban haciendo cola. De repente me sentí ridículo y me alejé de allí.
Leí el libro ese mismo verano durante las semanas que pasé en Polonia. Me sorprende encontrar ahora entre sus páginas dos carteles de cine con tamaño de postal: Porozmawiaj z nia (Hable con ella) y I twoja matke tez (Y tu mamá también). ¿Cómo llegaron aquí? Por más que me esfuerzo no consigo recordarlo. La única película que vi en el cine en Bialystock fue Las horas, esa en la que Nicole Kidman interpreta a Virginia Woolf. Abro una página al azar:
Durante los años treinta,  mi madre abandonó la medicina general y pasó a dedicarse a la ginecología y la obstetricia. Nada había que le gustará más que un parto complicado - que un bebé se presentara de brazo, o de nalgas-  con una conclusión satisfactoria. Pero de vez en cuando traía a casa fetos malformados: anencefálicos, con unos ojos saltones en lo alto de sus cabezas aplanadas y sin cerebro, o con espina bífida, en los que toda la médula espinal y el encéfalo estaban a la vista. Algunos había nacido muertos, y a otros mi madre y la comadrona los había ahogado en silencio al nacer ("como un gatito", dijo una vez), pues les parecía que si vivían no tendrían ninguna vida consciente o mental. Deseosa de que yo aprendiera anatomía y medicina, diseccionó para mí varios de esos fetos, y aunque sólo tenía once años, insistió en que yo también diseccionara. Creo que jamás se dio cuenta de lo mucho que eso me afectaba, y probablemente imaginó que sentía el mismo entusiasmo que ella. Aunque yo, de manera natural, había diseccionado por mi cuenta lombrices, ranas y mi pulpo, la disección de fetos humanos me llenaba de repugnancia. Mi madre a menudo me contaba que, siendo yo bebé, le había preocupado el crecimiento de mi cráneo, temiendo que las fontanelas se hubieran cerrado demasiado pronto, y que, a consecuencia de ello, me transformara en un idiota microcefálico. De este modo, vi en esos fetos lo que (en mi imaginación) yo también podía haber sido, lo cual hacía que me fuera más difícil distanciarme de ellos, e incrementaba mi horror.
En El tío Tungsteno Sacks no sólo recuerda los acontecimientos de su infancia sino que nos hace partícipes de su amor por la Química. De su mano conocemos la historia de los elementos y descubrimos la tabla periódica como si nos la presentaran por primera vez. Si no leí más libros de Química aquel año fue porque en el horizonte tenía las oposiciones y debía estudiar Matemáticas. No hay tiempo para todo. Pero desde que lo leí he fantaseado con colocar una tabla periódica en la pared del despacho. Quizás lo haga ahora. Para recordar de qué estamos hechos. Para recordar a Oliver Sacks.


El segundo libro que leí de Sacks fue Con una sola pierna. También es autobiográfico. Relata el accidente que tuvo caminando por una montaña noruega en el que se rompió una pierna. Estaba solo en un paraje solitario y sin poder caminar ni comunicarse con nadie.
Nunca me había sentido tan solo, tan perdido, tan abandonado, tan absolutamente privado de ayuda. No había caído en la cuenta hasta entonces de lo aterradora y peligrosamente solo que estaba. Cuando subía retozando monte arriba no me había sentido "solo" (nunca me siento solo cuando lo paso bien). No me había sentido solo mientras examinaba mi lesión (y me di cuenta del alivio que había sido aquella "clase" imaginaria). Pero, de pronto, me asaltaba la conciencia aterradora de mi soledad.
"Qué bien se está aquí", pensé para mí. "Podría descansar un poco..., quizás me viniera bien echar un sueñecito."
El presunto sonido de esta voz interior suave e insinuante me despertó de pronto, me despejó y me alarmó muchísimo. Aquel no era un lugar agradable para descansar y dormir un poco. La sugerencia era peligrosísima y me llenó de horror, pero su tono suave y seductor me acunaba.
"No", me dije con fiereza. "Quien habla es la muerte... con su voz de sirena más dulce y mortífera. ¡No la escuches ahora! ¡No la escuches nunca! Tienes que seguir, te guste o no. No puedes descansar aquí..., no puedes descansar en ningún sitio. Tienes que hallar un ritmo que puedas mantener y debes mantenerlo sin parar"
Esta voz buena, esta voz de "vida", me animó y me dio fuerzas. Cesó el temblor y también el desfallecimiento. Me puse en marcha una vez más y no volví a desfallecer.
Y vinieron entonces en mi ayuda la melodía, el ritmo y la música. Antes de cruzar el arroyo, había avanzado a base de músculos, moviéndome a base de fuerza, con mis brazos, muy vigorosos. Ahora digamos que avanzaba a base de música. No era algo que yo me imaginase. Me sucedió.
Al final, ya lo sabemos, Oliver Sacks no murió ese día. Se convirtió en un convaleciente con una pierna rota. Había atravesado el espejo y de ser un doctor que trata a pacientes se transformó en un paciente tratado por doctores. Un mal paciente, impaciente, tozudo. La rehabilitación fue complicada y de eso trata el libro.
Hojeo mi ejemplar y no encuentro ninguna sorpresa entre sus páginas. No recuerdo dónde ni cuándo lo compré. 14.42 € fue su precio. Está escrito a lápiz. Todavía se puede leer, borrado, el precio anterior: 2400 pesetas. La equivalencia es exacta (un euro = 166 pesetas) por lo que intuyo que lo compré y lo leí en 2002, recién instaurado el euro. Tres libros en tres años. 2001, Un antropólogo en Marte; 2002, Con una sola pierna; 2003, El tío Tungsteno. ¿Qué pasó después? Seguí comprando sus libros (creo que tengo todos los que han sido traducidos) pero no encontré el momento de leerlos. He leído historias sueltas de El hombre que confundió a su mujer con un sombrero y comencé Diario de Oaxaca cuando vivía en Cuenca (ver imagen) pero me pudo la botánica.

Encontré la flor tirada en el suelo. Llevaba el libro en la mochila. Me gustó la coincidencia de tonalidades y realicé esta composición en
la plaza Mayor de Cuenca. Era mi época de fotógrafo artista.
Cuando estuvimos en Nueva York busqué la casa de Oliver Sacks en Horatio street. Una calle agradable entre Chelsea y el Village. Curioseé por los buzones pero no di con su nombre. En el improbable caso de haberlo encontrado me hubiera hecho una foto en su portal. Mi intención no iba más allá.

Lo bueno de los escritores es que nunca mueren mientras tengamos a disposición sus libros. Siento la muerte de Oliver Sacks pero sé que todavía tiene mucho que contarme y enseñarme. Ahí están en la estantería Despertares, Los ojos de la mente, Musicofilia, La isla de los ciegos al color... su autobiografía que próximamente será publicada en español. Por no hablar de las relecturas. Ganas me están entrando de volver a leer El tío Tungsteno tras hojearlo para escribir esta entrada. Hace dos años mencioné en este blog un artículo que publicaba Oliver Sacks a punto de cumplir ochenta (el año de mercurio, que es el elemento número ochenta de la tabla periódica). Ojalá llegue yo a mercurio, plomo, polonio e incluso uranio con las mismas ganas. Si llego me seguiré acordando de Oliver Sacks.
A los 80 se cierne sobre uno el espectro de la demencia o del infarto. Un tercio de mis contemporáneos están muertos, y muchos más se ven atrapados en existencias trágicas y mínimas, con graves dolencias físicas o mentales. A los 80 las marcas de la decadencia son más que aparentes. Las reacciones se han vuelto más lentas, los nombres se te escapan con más frecuencia y hay que administrar las energías pero, con todo, uno se encuentra muchas veces pletórico y lleno de vida, y nada “viejo”. Tal vez, con suerte, llegue, más o menos intacto, a cumplir algunos años más, y se me conceda la libertad de amar y de trabajar, las dos cosas más importantes de la vida, como insistía Freud.
Cuando me llegue la hora, espero poder morir en plena acción, como Francis Crick. Cuando le dijeron, a los 85 años, que tenía un cáncer mortal, hizo una breve pausa, miró al techo, y pronunció: “Todo lo que tiene un principio tiene que tener un final”, y procedió a seguir pensando en lo que le tenía ocupado antes. Cuando murió, a los 88, seguía completamente entregado a su trabajo más creativo.
Mi padre, que vivió hasta los 94, dijo muchas veces que sus 80 años habían sido una de las décadas en las que más había disfrutado en su vida. Sentía, como estoy empezando a sentir yo ahora, no un encogimiento, sino una ampliación de la vida y de la perspectiva mental. Uno tiene una larga experiencia de la vida, y no solo de la propia, sino también de la de los demás. Hemos visto triunfos y tragedias, ascensos y declives, revoluciones y guerras, grandes logros y también profundas ambigüedades. Hemos visto el surgimiento de grandes teorías, para luego ver cómo los hechos obstinados las derribaban. Uno es más consciente de que todo es pasajero, y también, posiblemente, más consciente de la belleza. A los 80 años uno puede tener una mirada amplia, y una sensación vívida, vivida, de la historia que no era posible tener con menos edad. Yo soy capaz de imaginar, de sentir en los huesos, lo que supone un siglo, cosa que no podía hacer cuando tenía 40 años, o 60. No pienso en la vejez como en una época cada vez más penosa que tenemos que soportar de la mejor manera posible, sino en una época de ocio y libertad, liberados de las urgencias artificiosas de días pasados, libres para explorar lo que deseemos, y para unir los pensamientos y las emociones de toda una vida. Tengo ganas de tener 80 años.

lunes, 24 de agosto de 2015

Mal de escuela

Voy a hablar de un libro que leí hace tres años y hubiera preferido no haber leído. El autor es Daniel Pennac y el título "Mal de escuela". Lo compré por impulso. Me gustó lo poco que hojeé en la librería y recordaba un artículo laudatorio de Fernando Savater:
El libro de Pennac tiene muchas cosas valientes y de interés. Por ejemplo, ahora que tanta lata nos dan con que la educación es propiedad de los padres, su defensa del papel de la escuela: "Todo lo malo que se cuenta de la escuela nos oculta los numerosos niños a los que ha salvado de las taras, de los prejuicios, de la abulia, de la ignorancia, de la estupidez, de la avidez, de la inmovilidad o del fatalismo de las familias". Y también su reivindicación del papel singular e inexcusable de los buenos maestros, más importante que los planes de estudio, la tolerancia de los pedagogos progres o la exigencia de disciplina de los autoritarios para rescatar al zoquete de su condición de tal: "Basta un profesor -¡uno sólo!- para salvarnos de nosotros mismos y hacernos olvidar a todos los demás".
Como cualquiera que conoce de lo que está hablando, sea conservador o revolucionario (excluyendo a Jacques Ranciére), Pennac describe el proceso educativo como el choque más o menos violento del saber con la ignorancia. O si se prefiere, del relativo saber con la relativa ignorancia. Esa pugna siempre encierra esfuerzo: "La idea de que pueda enseñarse sin dificultad proviene de una representación etérea del alumno". La sociedad puede obstaculizar la labor de los profesores o retribuirla mal, pero no puede convertirla en un proceso fácil, automatizado. El alumno que no quiere aprender, que se aburre en clase, que piensa en otras cosas, que no comprende las razones por las que se le priva de su ocio y sus diversiones, no es un caso imposible, sino normal. La chiripa es el alumno que no desea más que aprender, que ruega que le enseñen, que se interesa por toda disciplina intelectual: los hay, pero no se puede confiar en su aparición ni exigirlos como no se puede dar por hecho que hallaremos tréboles de cuatro hojas. Pennac avisa a sus colegas profesores: el caso normal es el cancre, el zoquete y no el empollón. Y el buen profesor no es el que se impacienta ante los zoquetes o culpa al universo (o al gobierno de turno) por producirlos, sino quien tiene el sentido de la ignorancia, es decir, quien mejor posee "la aptitud de concebir el estado del que ignora lo que uno sabe". Por eso quizá los ex zoquetes lleguen a ser mejores maestros que los que fueron sabios desde pequeñitos.
La educación es irremediable, no en el sentido de que no tenga arreglo sino porque siempre se deberá enfrentar a otras enseñanzas: las de la calle, las de los más bribones, las de quienes obtienen éxito fácil o resplandor fatuo en los medios de comunicación. Nadie se queda sin aprender, lo importante es saber quién va a enseñar y qué se va a enseñar. Y la pregunta que nos hacemos quienes no queremos que enseñen los peores es: ¿llegaremos a tiempo? -
Daniel Pennac fue un zoquete en la escuela, para su pesar y el de su familia. Un zoquete sin fundamento histórico, sin razón sociológica, sin desamor: un zoquete en sí. Un zoquete arquetipo. Una unidad de medida. Sin embargo, gracias al trabajo de tres o cuatro profesores el zoquete Pennac vio la luz y no sólo consiguió terminar sus estudios medios sino que cursó con éxito y provecho una carrera universitaria para terminar regresando al lugar del crimen, ahora como profesor de literatura.

—Si lo que escribe usted de su zoquetería es cierto –podrían objetarme–, ¡esa metamorfosis es un auténtico misterio!
En efecto, como para no creérselo. Por lo demás, es el destino del zoquete: nunca le creen. Mientras es un zoquete le acusan de disfrazar su viciosa pereza con cómodas lamentaciones: «¡No nos vengas con historias y trabaja!». Y cuando su situación social demuestra que lo ha conseguido, sospechan que está alardeando: «¿Que había sido usted un zoquete? ¡Vamos, vamos, está alardeando!». Lo cierto es que, a posteriori, las orejas de burro se llevan de buena gana. Son incluso una condecoración que algunos se atribuyen en sociedad. Te distingue de aquellos cuyo único mérito fue seguir las trilladas sendas del saber. El Gotha pulula de antiguos zoquetes heroicos. Escuchamos a esos listillos en los salones, por las ondas, hablando de sus sinsabores escolares como de hazañas de la resistencia. Yo solo me creo estas palabras si percibo en ellas el sonido apagado del dolor. Pues aunque a veces uno sane de su zoquetería, las heridas que nos infligió nunca cicatrizan por completo. Aquella infancia no fue divertida, y recordarla tampoco lo es. Resulta imposible presumir de ella. Como si el antiguo asmático se enorgulleciera de haber creído, mil veces, que iba a morir asfixiado. Por ello, el zoquete que se ha librado no desea que le compadezcan, en absoluto, lo que quiere es olvidar, eso es todo, no pensar más en aquella vergüenza. Y además sabe, en lo más hondo de sí mismo, que muy bien habría podido no lograrlo. A fin de cuentas, los zoquetes para toda la vida son los más numerosos. Yo siempre he tenido la sensación de ser un superviviente.


Es un libro ameno, con conocimiento de lo que se habla y muy bien escrito. Recomendable cien por cien. Entonces, ¿por qué preferiría no haberlo leído? Ufff. Es largo de explicar. Primero que hable Pennac:

Anuncio a Bernard que pienso escribir un libro sobre la escuela; no sobre la escuela que cambia en la sociedad que cambia, como ha cambiado este río, sino, en pleno meollo de ese incesante trastorno, precisamente sobre lo que no cambia, en una permanencia de la que nunca oigo hablar: el dolor compartido del zoquete, sus padres y sus profesores, la interacción de esos pesares de escuela.

(continuará)

sábado, 8 de agosto de 2015

Perros y tiburones

En uno de los escasos paneles informativos que hay en el oceanográfico se puede leer: Los perros causan más muertes de personas al año que los tiburones. Héctor reclama mi atención y no me puedo parar a comprobar si algún texto complementa y explica el llamativo titular. Pero lo dudo. La Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia es el primer lugar de interés que visito primero como hijo y en una segunda ocasión como padre. En marzo de 2004 me trajeron mis padres a verlo. La principal razón que nos ha hecho visitarlo ahora es Héctor. El verano pasado disfrutó de lo lindo en la Casa de los Peces de La Coruña.

Once años después la experiencia ha sido muy parecida. El oceanográfico, impresionante; el museo, decepcionante; el conjunto arquitectónico, llamativo. En el fondo de eso se trata, de llamar la atención. Igual que la frase de los perros y los tiburones. Cuando vine con mis padres el museo llevaba poco tiempo abierto. Daba la impresión de que no habían tenido tiempo de rellenarlo. Mucho edificio para tan poco contenido. Sigue igual. De las tres plantas que consta el museo, la segunda es un conjunto de paneles con textos y fotografías sobre varios científicos galardonados con el premio Nóbel. Tal cual. En los tiempos de internet y wikipedia, ¿quién va a perder un minuto en esas instalaciones? Me recuerda a las exposiciones que se hacen en el pasillo del instituto con los trabajos de los alumnos:

Jean Dausset, premio Nóbel de medicina, fruto de su sagacidad investigadora, en 1958, descubrió en la superficie de los glóbulos blancos unas pequeñas estructuras químicas dispuestas en forma de antena, capaces de provocar la aparición de un anticuerpo que se fija en ellas específicamente; este antígeno, que denominó Mac, fue el primero aislado en el sistema HLA (Human Leucocyte Antigen). Ello le hizo deducir la importancia capital de estos antígenos en la defensa del organismo contra toda agresión exterior o interior, basándose en la capacidad de distinguir entre constituyentes propios del individuo y de lo extraño a él... (todo copiado/pegado de la wikipedia sin necesidad de leerlo y mucho menos entenderlo). Menganito, alumno de 4º A.

La Ciudad de las Artes y las Ciencias es, ante todo, un parque temático. Su interés por el arte y la ciencia es tangencial. Fueron la excusa para gastar un dineral en un parque temático de titularidad pública. ¿Cómo se explica que en una Ciudad así no exista una librería especializada en arte y ciencia? Un buen museo científico (El Museo de la Evolución Humana, por ejemplo) tiene siempre una buena librería (o sección de libros, dentro de la tienda del museo) para quien quiera profundizar en algún aspecto contemplado en la visita. Por mucho nombre rimbombante, si no existe vocación pedagógica no hay museo científico que valga. Lo que queda es espectáculo circense (animales exóticos) y atracciones de feria (espejos deformantes, magia "científica"...). Ojo, a mucha honra del circo y de la feria. Pero que no nos vendan gato por liebre. La liebre es espectacular y atractiva sin necesidad de que la dignifiquen presentándola como gato.


En la imagen se puede observar la última atracción del parque. Waterballs. Al menos ya no se molestan en disimular. Podrían haberla denominado La esfera y los fluidos para darle un toque científico al divertimento.

Los perros causan más muertes de personas al año que los tiburones. Teniendo en cuenta que la inmensa mayoría de la humanidad se pasa la vida sin tener ningún contacto directo con tiburones... lo sorprendente sería lo contrario. Se puede sustituir perro por cualquier otra causa y la frase seguiría siendo cierta. Los charcos causan más muertes de personas al año que los tiburones. ¡Terror a los charcos! Los ciervos causan más muertes de personas al año que los tiburones (por accidentes de tráfico). ¡Cuidado con los ciervos, tan inocentes que parecen! Ya puestos a impactar, los padres causan más muertes de personas al año que los tiburones. Si quieres ver a una fiera ahí la tienes, te lleva de la mano. Suerte que los niños sólo tienen ojos para los tiburones y no leen las cuatro frases que decoran la pared.

Merece la pena visitar el oceanográfico (no así el museo, ni el resto de la Ciudad). Es divertido, asombroso, entretenido, curioso. Lo pasamos bien. No aprendimos nada.


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sábado, 26 de julio de 2014

La huella sonora

En la banda sonora de mi vida ningún músico ha tenido la presencia constante de Santiago Auserón. Otros me han gustado más, me han emocionado más, pero ninguno me ha acompañado desde mi niñez hasta ahora mismo, sin dejar nunca de escucharlo.

Octubre 1984 - Junio 1988. O lo que es lo mismo desde 5º a 8º de EGB. Lo que duró en antena La bola de cristal. Final de la infancia. Y aunque el protagonismo se lo llevara Alaska, los electroduendes, la pandilla, la familia Monster, Javier Gurrucha o incluso el dúo Reyes - Carbonell, ahí estaban ya las canciones y la voz inconfundible de Santiago Auserón para incrustarse en la memoria.


Y las letras. Tan cuidadas y evocadoras. Si no, hay tenemos el ejemplo de No se ría de la bruja Avería, uno de los personajes más subversivos del programa. ¡Viva el mal, viva el capital!
No se me ocurriría reírme de la bruja Avería pero me parto con el siguiente vídeo. Auserón siempre ha tenido un punto chuleta que forma parte de su encanto pero aquí se pasa de rosca:


Verano de 1990. Dos años en esas edades es todo un mundo. De hecho, me parece otra vida. Acabamos de mudarnos y el instituto no tiene nada que ver (afortunadamente) con el colegio. En un mercadillo callejero que se ponía dos veces por semana en mi nuevo barrio compré una cinta (pirata, pero yo no lo sabía) de Radio Futura. Fue una mis primeras adquisiciones musicales y si no me falla la memoria la última cinta. Luego me pasé al vinilo (mis padres consiguieron una cadena, antes sólo teníamos radiocasette) y enseguida llegó el CD.


Ese verano sólo escuché la cinta de Veneno en la piel y otra que me grabó el hijo de unos amigos de mis padres con canciones de los Beach Boys. Pasaba de A a B y de B a A. No había más. Tampoco escuchaba mucha música. Quizás por eso este disco me trae recuerdos tan intensos de esos meses. La bicicleta recién comprada y con la que me iba por las mañanas a Almacenes Blanco y por las tardes al club. El piso, todavía sin amueblar del todo. Cambios y más cambios. Adolescencia.

A finales de verano asistí al concierto que Radio Futura dio en el patio de mi antiguo colegio. Fui con la pandilla del chaval que me había grabado a los Beach Boys. Eran un par de años mayores que yo. Quedar con desconocidos para ir a un concierto era toda una aventura. Un inexplorado espacio de libertad. Pero el concierto en sí me decepcionó. No sabría decir las causas tantos años después. Supongo que la principal es que yo no conocía nada de Radio Futura aparte de su último trabajo. Además, estábamos lejos del escenario. Me aburrí un poco durante la actuación. Eso sí, durante mucho tiempo guardé la entrada en mi cartera y supongo que todavía la conservo en la vieja caja de recuerdos.

Verano de 1992. Ya escuchaba un poco más de música. Sobre todo española. Mi grupo favorito era Gabinete Caligari pero ese verano escuché hasta la saciedad El directo de Radio Futura. Compré el vinilo y lo grabé en una cinta que ponía a todas horas. Buscaba Escuela de calor y encontré Luna de agosto, El tonto Simón, No tocarte... ahí fue cuando me hice fan de Radio Futura y empecé a buscar todo lo relacionado con el grupo. Justo en el momento en que anunciaban su disolución.


Poco a poco fui comprando sus primeros trabajos: La canción de Juan Perro, De un país en llamas, Música moderna... Todos me gustaban. En las cintas que grababa para las fiestas con mis amigos siempre incluía un par de canciones de Radio Futura. Una conocida (Escuela de calor, Enamorado de la moda juvenil, Veneno en la piel, 37 grados) y otra no. Esta última solía ser En un baile de perros. Una vez me sentí estupendo y grabé Dance usted, aún sabiendo que no era el tipo de canción que gustase a mis amigos. ¡Pero yo también tenía que aguantarme con las que ellos ponían, casi ninguna de mi agrado! Además, para alguien tan poco dado al bailoteo como yo, la letra era todo un mensaje de ánimo. Ya sabes:
Primero olvide el miedo y luego mueva un dedo... muy despacio
Libere la presión interior para salir al espacio
No pierda una sola ocasión
Use el cuerpo en otra dimensión...

Mi canción favorita era La estatua del jardín botánico. Nunca la grabé para ninguna fiesta. Era de disfrute privado. Lo que sí hacía a veces era pedirla en los pubs que frecuentaba. Estas peticiones las hacía a través de mi novia. No por timidez, sino porque tenía comprobado que los pinchadiscos sólo hacen caso a las chicas. A mí me ignoraban por completo. Hace tiempo que no la escucho y me emociono al recordar la letra:
Un día más me quedaré sentado aquí
en la penumbra de un jardín tan extraño.
Cae la tarde y me olvidé otra vez
de tomar una determinación...
Verano de 1994. Un verano horroroso. Hice prácticas en una oficina de la Caja Provincial de Ahorros de Córdoba durante los meses de julio y agosto. El horario era de 8.00 a 15.00. Me incorporé el uno de julio, antes de terminar los exámenes de final de curso. El día cuatro me tenía que presentar al final de Derecho Mercantil... y lo suspendí.
Lo peor de las prácticas no es que tuviera que trabajar en verano. ¡Lo peor es que no tenía que trabajar! Las prácticas estaban vacías de contenido. Mis obligaciones eran ninguna y tampoco podía ayudar porque, al parecer, "no estaba preparado" para ponerme en una caja. ¿Entonces para qué me quieren aquí?

Al cabo de un par de días hablé con el director de la oficina. Le pedí que contactara con Recursos Humanos para que me trasladaran a otro puesto en el que pudiera ser de más utilidad (o mejor dicho, de alguna utilidad). El hombre fue claro: las prácticas de los alumnos de segundo son así en todas las oficinas. ¿Entonces por qué solicitan estudiantes? Por marketing, por convenio con la universidad, vaya usted a saber. No había tu tía. Ese es el horror que me esperaba: siete horas sin hacer nada, sentado en la mesa tras una ventanilla cerrada, día tras día durante dos meses.

Lo que debería haber hecho es hablar con los responsables de la universidad, denunciar la situación y marcharme a casa. Ni se me pasó por la cabeza. No tenía por entonces el cuajo ni la iniciativa suficiente. Mi único gesto de rebeldía consistió en rechazar el sueldo que me ofrecían. Fue un gesto intuitivo, no razonado. Doné las 50.000 pesetas a una cuenta abierta que había para ayudar a las víctimas del conflicto en Ruanda. No lo hice por generosidad. Es que no quería venderme tan barato. 50.000 pesetas están muy lejos de ser sufientes para compensar un verano de mierda.
Porque ese verano fue una mierda. Así de feo. No contento con perder el tiempo por las mañanas, también lo perdí por las tardes. Mis padres habían comprado un ordenador y, para rentabilizar la inversión, me apuntaron a clases de informática. Curso intensivo. Todas las tardes. Eran los tiempos del MS-DOS. Y tras pasar así los meses de julio y agosto me esperaba septiembre con su insoportable Derecho Mercantil. Brrrrrr!!!

Pero vayamos al grano que me enrollo. Regresemos a la sucursal bancaria. El mostrador de atención al público formaba una especie de L. En la parte frontal había tres ventanillas y en la parte lateral había una ventanilla y el despacho del director. El mostrador estaba protegido con un cristal blindado hasta el techo que abarcaba todo el frontal y el lateral hasta el despacho del director, oculto a la vista del público. A mí me asignaron la ventanilla lateral. Los primeros días se acercaban los clientes a preguntarme por alguna gestión. Al poco dejaron de hacerlo. Se acostumbraron a verme como parte del mobiliario.
¿Y qué hacía yo siete horas sentado en aquella ventanilla? (en realidad eran seis porque disponía de media hora para salir a desayunar y dedicaba otra media hora a archivar documentos). Al principio, maldecir mi mala suerte e idear atracos perfectos mientras observaba lo que ocurría tras el cristal blindado de mi reclusión. Pronto descubrí una vieja máquina de escribir y pedí permiso para usarla. En el mes de junio me había apuntado a clases de mecanografía. Nada. Apenas dos semanas. Lo justo para saber donde colocar las manos y qué dedo debe pulsar cada tecla. Decidí practicar lo aprendido en aquella máquina de escribir. Vale, ya tengo la máquina. ¿Y ahora qué escribo? 
wwwfffjjjiiilllxxxmmm.
Esto no tiene sentido. Mejor intentar escribir frases.
Mi mamá me mima.
El banco me aburre.
No sigamos por ahí que además de ridículo puede llegar a ser embarazoso si alguien echa un ojo a mis papeles. Surje la idea: escribir letras de canciones. Estupendo. Lo ideal es copiar canciones con mucha letra. Si supiera inglés copiaría el cancionero de Bob Dylan, pero con mis conocimientos de 1994 no había mejores candidatas que las canciones de Radio Futura. Me las sabía de memoria y contaban con más versos y estrofas de lo habitual en los grupos de rock españoles. No me limitaba a Radio Futura. También copié canciones de Gabinete, Loquillo, La frontera, 091, de los scouts... seis horas diarias durante dos meses, aun con el ritmo torpe del principiante, dan para muchas canciones. Pero ya digo que mis favoritas eran las de Radio Futura. Y de entre ellas, la número uno, la que copié más veces, al menos una vez al día, es la que empieza con Dime dónde vas, dime dónde vas...


Junio de 2007.  Sólo tres años y ya había cambiado de vida otra vez. Un año en el extranjero había ampliado mis horizontes, incluidos los musicales, hasta donde no habría imaginado tras el cristal blindado de la oficina siniestra. Faltaban pocos días para que viajase a Finlandia por primera vez. Allí me espera Johanna. Juan Perro, la nueva encarnación de Santiago Auserón, da un concierto en la ciudad y mi hermana sugiere que vayamos a verlo. Está de gira presentando su último trabajo, La huella sonora. El primer single del disco, A la media luna, es muy bueno. Tengo el CD. No recuerdo si lo compré o me lo regalaron (pido disculpas si se trata de esto último). Lo que sí recuerdo es que no me gustó demasiado. Una canción estupenda y el resto no me decía nada.


Una calurosa noche de ese mes Elena y yo vimos actuar a Santiago Auserón (nunca le llamamos Juan Perro, lo siento) en una explanada del interior del Alkazar de los Reyes Cristianos. Fue una noche memorable. Un acontecimiento especial compartido con mi hermana en el momento en el que estábamos dejando, poco a poco, de vivir bajo el mismo techo. Recuerdo que no había mucho público (yo sólo había ido a conciertos de plaza de toros abarrotada) y pudimos acercarnos al escenario. Desde esa cercanía me llamó la atención la barriguita cervecera que lucía el que fuera flaco cantante de Radio Futura. Qué viejo está, pensé.
En lo musical el concierto fue un pequeño fiasco. El problema es que yo quería escuchar a Santiago Auserón y allí el que actuó, tal y como estaba anunciado en el cartel, fue Juan Perro, cuyo trabajo ni conocía ni me atraía. Aquello pareció ser el punto final. Me marché a otra ciudad, y luego a otra, y luego a otra, y regresé a Córdoba, y me volví a marchar a otra ciudad, y luego a otra. Y durante todo ese tiempo dejé de escuchar la voz de Santiago Auserón. Otras muchas voces, casi todas nuevas para mí, ocuparon mi atención.

Año 2006. El tiempo futuro imposible de preveer en aquel lejano concierto de Juan Perro. El tiempo pasado que cimentó mi presente actual. El año que Sonia y yo nos dimos cuenta de que lo nuestro iba en serio. El año en que aprobé las oposiciones. El año en que Santiago Auserón recuperó su nombre bautismal para, en compañía de su hermano, sacar un disco de versiones.

Dos terceras partes de Radio Futura tocando rock. Nada de ritmos cubanos. Aquello prometía. Y cumplió con creces. Es un disco magistral que no he dejado de escuchar desde hace ya ocho años. Que no dejamos de escuchar, mejor dicho. Porque Sonia comparte mi entusiasmo y muchas veces lo hemos puesto en el coche. Hasta Héctor se ha apuntado al carro. Esta tarde estaba cantando Suéltame (Set me free, The Kinks) mientras coloreaba unos dinosaurios.


Se podría decir que es fácil sacar un buen disco partiendo de canciones que son clásicos indiscutibles. Yo pienso lo contrario. Es complicadísimo conseguir lo que los hermanos Auserón han hecho en este disco: que las versiones sean tan personales como fieles al original. Completamente diferentes y sin embargo amoldándose al clásico que guardamos en la memoria. Eso sin mencionar el increíble trabajo que han hecho con la traducción de las letras. Traducir al español el texto, manteniendo su significado original e incluso su sonoridad (Suéltame suena parecido a Set me free, cuando la traducción más esperada hubiera sido Déjame, mucho más sosa en todos los sentidos) y aún así encajando perfectamente en la melodía. En mi opinión Las malas lenguas es un disco que justifica por sí solo la carrera de un músico. Hay que tener mucho valor y mucha confianza en uno mismo para atreverse a versionar, traduciendo al castellano, una canción como Hard to handle. Y hay que tener mucho talento para coronar con éxito la empresa. He aquí el resultado. Primero escuchemos la versión de Otis Redding:


Ahora comparemos la letra original con la traducción de Santiago Auserón. Se puede comprobar el esfuerzo por mantener el significado, las metáforas y la sonoridad (let me light your candle - que te dé candela en uno de los versos más endiablados y que Otis canta a toda galleta). Lo mejor de todo es que la nueva letra cabe en la misma canción, siguiendo el mismo ritmo y haciendo las mismas pausas (a pesar de que los monosílabos ingleses son sustituidos por polisílabos castellanos, acentuados siempre donde corresponde).
Baby, here I am
I'm the man on the scene
I can give you what you want
But you got to go home with me
I forgot some good old lovin'
And I got some in store
When I get to throwin' it on you
You got to come back for more
 

Boys and things that come by the dozen
That ain't nothin' but drug store lovin'
Pretty little thing, let me light your candle
'Cause mama I'm sure hard to handle, now, gets around


Action speaks louder than words
And I'm a man with a great experience
I know you got you another man
But I can love you better than him
Take my hand, don't be afraid
I wanna prove every word I say
I'm advertisin' love for free
So, won't you place your ad with me

Boys will come a dime by the dozen
But that ain't nothin' but ten cent love
Pretty little thing, let me light your candle'
'Cause mama I'm sure hard to handle, now, gets around


Baby, here I am
I'm a man on the scene
I can give you what you want
Just come go home with me
I forgot some good old lovin'
And I got some in store
When I get through throwin' it on
You got to come back for more

Boy will come a dime by the dozen
But that ain't nothin' but drug store love
Pretty little thing, let me light your candle'
Cause mama I'm sure hard to handle, now, yes around


Give it to me
I got to have it
Give me some good 'ole lovin'
Some of your good lovin'

Oye. Mírame bien, hace rato que no me hablas
Sé lo que está pasando aquí
porque tengo muchas tablas
Guardo amor del mejor en reserva para ti
Pruébalo y ya verás como vuelves a por más

Juguetitos hay por docenas
en la tienda que no valen ná
Déjame que yo te dé candela
ay nena, te juro que soy duro de pelar


Actos y menos hablar
yo soy un tipo con experiencia
Sé que te gusta tontear
pero yo no tengo paciencia
fuera el miedo, ven acá, dime donde hay que firmar.
Voy por ahí regalando amor y tú me intentas regatear

Juguetitos hay por docenas
en la tienda que no valen ná
Déjame que yo te dé candela
ay nena, te juro que soy duro de pelar


Oye. Mírame bien, hace rato que no me hablas
Sé lo que está pasando aquí
porque tengo muchas tablas
Guardo amor del mejor en reserva para ti
Pruébalo y ya verás como vuelves a por más

Juguetitos hay por docenas
en la tienda que no valen ná
Déjame que yo te dé candela
ay nena, te juro que soy duro de pelar

Oye
Yo quiero hablarte y quiero darte amor
Yo quiero darte amor, yo quiero darte amor
Yo quiero darte amor

Escuchemos ahora la versión de Santiago Auserón, interpretada con el punto de chulería necesario. Lo único que hecho en falta son los instrumentos de viento, que han sido sustituidos por el teclado y, claro, no es lo mismo.


Verano de 2014. Por fin llegamos al presente. Otro verano acompañado por la voz de Auserón. Su voz, tan familiar, resuena en mi interior mientras leo El ritmo perdido. No es una lectura fácil.
Teníamos [en la adolescencia] nuestro punto esnob, leíamos a Freud y a Castilla del Pino sin entender nada de nada (...). No entender nada era una situación normal por aquel entonces. Algunos le cogimos el gusto y seguimos practicando.

Cada vez que me encuentro con un libro impenetrable se convierte en un reto para mí y casi siempre acaba por gustarme, al cabo de unos años. (...) Después de varios intentos infructuosos, quizá realizados antes de tiempo, un día cae el velo, se despeja el camino, algo cede de pronto, uno admite como legítima toda libertad con el lenguaje, y prosigue la lectura riéndose a carcajadas. La dificultad intelectual y la risa tienen mucho que ver, en mi opinión.

Pues se ve que Auserón nos quiere hacer reír. Apabulla con referencias, notas a pie de página, nombres de músicos y estilos musicales olvidados y citas eruditas. Amante de las lecturas crípticas, es partidario de que sea el lector, con su atención activa, el que se gane el derecho a comprender el mensaje. El templo de la sabiduría no abre sus puertas fácilmente. Hay que merecer la entrada. Así, en el capítulo El gato encerrado hace un estudio antropológico, histórico y musical sobre la identificación de los animales con las personas. Todo para ocultar la razón por la que decidió ser Perro (razones literarias, alega, sin exponer cuáles). En el capítulo El panteón de la rumba se mete en berenjenales etimológicos (rombo-rumbo-rumba) y en explicaciones musicales de un tecnicismo que se escapa a un profano como yo. Abro una página de ese capítulo al azar y copio:
La clave de son incita a la continuidad, su fluir rítmico se aligera con cada repetición, se intensifica hasta llegar al montuno. Respecto a ella, la clave de rumba desplaza solamente una semicorchea en la tercera nota del segundo compás, creando un rincón imprevisto: esquina de sombra, silencio y golpe inmediato, sensación de alerta entre dos compases, ocasión para el gesto de felino al acecho.
Se produce un diálogo constante en mi cabeza entre lo que leo y lo que he escuchado durante tantos años. Empezando por el subtítulo del libro. Leo Sobre el influjo negro en la canción española y mi memoria responde Semilla negra. Leo:  
Ciertos patrones rítmicos duran más que un imperio, quizá más que una lengua, suscitan cuestiones comparables a los grandes asuntos geopolíticos, aunque no conocen fronteras. En ellos no está comprometida la propiedad de la tierra, ni el carácter de un pueblo. Son estructuras dinámicas que se fortalecen en la variación y el intercambio, células invisibles que no enferman ni hacen enfermar, pero se contagian como un virus de un cuerpo a otro.
Y mientras lo leo, en mi cabeza suena A cara o cruz:
Porque el amor es una enfermedad
que una vez contraída no se cura
Y por más que uno quiera perdura
y se contagia con facilidad
Antes de entrar en materia, Auserón esboza una breve autobiografía con recuerdos de su infancia y juventud que es un tesoro para sus seguidores. Para mí ha supuesto un redescubrimiento de su figura. Por lo pronto es mayor de lo que imaginé (No es que esté mayor, como pensé cuando lo vi de cerca en 1997, es que es mayor). Ayer cumplió sesenta años. Cuatro más que Jaime de Urrutia y Antonio Vega; cinco más que Carlos Berlanga; seis más que Loquillo y Julián Hernández; siete más que Germán Coppini, Carlos Segarra y Rafa Sánchez; ocho más que Álvaro Urquijo; nueve más que Alaska y Nacho Cano; diez años más que David Summers. De los músicos españoles que triunfaron con sus grupos en los años 80 sólo Manolo García, nacido en 1955, se acerca en edad a Santiago Auserón (1954).
De la vida de Auserón yo sólo conocía que había nacido en Zaragoza y que había estudiado Filosofía en París. Esto último me hizo creer que provenía de una familia de clase media acomodada. Error. Las circunstancias vitales de la infancia de Santiago Auserón tienen más en común con las de mis padres (sólo seis años mayores que él) o con la de Antonio Muñoz Molina (1956) que con las de sus coetáneos musicales. Muy joven tuvo que ponerse a trabajar. Lo hizo de delineante en la empresa en la que trabajaba su padre. Se sacó el Bachillerato por libre. Así lo cuenta:
Trabajando en el canal de El Granado, mientras vivía en Castillejos y en La Puebla, no tuve más posibilidades de estudiar que hacerlo por mi cuenta. Don Manuel, el maestro de escuela de Castillejos, me ayudó hasta cuarto de bachiller y luego renunció honestamente a cobrar por estudiarse los libros a la vez que yo. Me presentaba por libre a los exámenes en el instituto Ramiro de Maetzu de Huelva. Hasta entonces había sido un alumno mediocre, pero de pronto empecé a experimentar cierta avidez intelectual -cosa que de por sí no es particularmente loable-, y las dificultades para llevar adelante los estudios no hicieron más que servir de acicate. ¿Basta que el aprender deje de ser obligación impuesta para que se transforme en objeto de deseo? Bastaría, quizá, si la cultura fuese aceptada socialmente como placer u objeto de lujo, tan deseable para el adolescente como una moto o el primer automóvil. Por suerte o por desgracia no es así, casi nadie reconoce que el pensamiento viaja más rápido que los medios de transporte (...). Yo me consideraba como un trabajador que se atreve a aspirar al mayor lujo de los antiguos linajes, como un negro que en vez de soñar con adueñarse de la fábrica o pegarle fuego a los campos de algodón pasase directamente a saltar de nube en nube, quizá en pos de la procesión de los santos.
De Huelva trasladaron a su familia a Madrid. Allí continuó trabajando de delineante al tiempo que ingresó en la Facultad de Filosofía y Letras de la Complutense en horario nocturno. Parece el personaje de El guitarrista, la novela de Luis Landero (otro que es casi de su quinta).

En fin, que con la lectura del libro todavía inacabada nos dirigimos al auditorio Batel para presenciar el homenaje que el festival La mar de músicas concede a Omara Portuondo. El encargado de entregar el premio no es otro que Santiago Auserón / Juan Perro. Ahí estaba, tan envarado y nervioso como se aprecia en la foto, intimidado por la presencia de la diva:


Y yo, desde mi butaca, mientras disfrutaba de la estupenda orquesta Buena Vista Social Club, me asombraba de pensar que hace ya un cuarto de siglo que vi por primera vez actuar a este pedazo de artista. Otros me han gustado más, me han emocionado más, me han acompañado más, pero ninguno abarca un periodo tan amplio. Desde la infancia a la madurez. Y lo que queda por vivir. Porque ahora estoy preparado para adentrarme, de la mano de Juan Perro, en los ritmos cubanos, en la Zarabanda o en lo que proponga este músico filósofo y vagabundo.
Alabados sean los pies del viajero,
la huella sonora que persigo yo...