El libro de Pennac tiene muchas cosas valientes y de interés. Por ejemplo, ahora que tanta lata nos dan con que la educación es propiedad de los padres, su defensa del papel de la escuela: "Todo lo malo que se cuenta de la escuela nos oculta los numerosos niños a los que ha salvado de las taras, de los prejuicios, de la abulia, de la ignorancia, de la estupidez, de la avidez, de la inmovilidad o del fatalismo de las familias". Y también su reivindicación del papel singular e inexcusable de los buenos maestros, más importante que los planes de estudio, la tolerancia de los pedagogos progres o la exigencia de disciplina de los autoritarios para rescatar al zoquete de su condición de tal: "Basta un profesor -¡uno sólo!- para salvarnos de nosotros mismos y hacernos olvidar a todos los demás".Daniel Pennac fue un zoquete en la escuela, para su pesar y el de su familia. Un zoquete sin fundamento histórico, sin razón sociológica, sin desamor: un zoquete en sí. Un zoquete arquetipo. Una unidad de medida. Sin embargo, gracias al trabajo de tres o cuatro profesores el zoquete Pennac vio la luz y no sólo consiguió terminar sus estudios medios sino que cursó con éxito y provecho una carrera universitaria para terminar regresando al lugar del crimen, ahora como profesor de literatura.
Como cualquiera que conoce de lo que está hablando, sea conservador o revolucionario (excluyendo a Jacques Ranciére), Pennac describe el proceso educativo como el choque más o menos violento del saber con la ignorancia. O si se prefiere, del relativo saber con la relativa ignorancia. Esa pugna siempre encierra esfuerzo: "La idea de que pueda enseñarse sin dificultad proviene de una representación etérea del alumno". La sociedad puede obstaculizar la labor de los profesores o retribuirla mal, pero no puede convertirla en un proceso fácil, automatizado. El alumno que no quiere aprender, que se aburre en clase, que piensa en otras cosas, que no comprende las razones por las que se le priva de su ocio y sus diversiones, no es un caso imposible, sino normal. La chiripa es el alumno que no desea más que aprender, que ruega que le enseñen, que se interesa por toda disciplina intelectual: los hay, pero no se puede confiar en su aparición ni exigirlos como no se puede dar por hecho que hallaremos tréboles de cuatro hojas. Pennac avisa a sus colegas profesores: el caso normal es el cancre, el zoquete y no el empollón. Y el buen profesor no es el que se impacienta ante los zoquetes o culpa al universo (o al gobierno de turno) por producirlos, sino quien tiene el sentido de la ignorancia, es decir, quien mejor posee "la aptitud de concebir el estado del que ignora lo que uno sabe". Por eso quizá los ex zoquetes lleguen a ser mejores maestros que los que fueron sabios desde pequeñitos.
La educación es irremediable, no en el sentido de que no tenga arreglo sino porque siempre se deberá enfrentar a otras enseñanzas: las de la calle, las de los más bribones, las de quienes obtienen éxito fácil o resplandor fatuo en los medios de comunicación. Nadie se queda sin aprender, lo importante es saber quién va a enseñar y qué se va a enseñar. Y la pregunta que nos hacemos quienes no queremos que enseñen los peores es: ¿llegaremos a tiempo? -
—Si lo que escribe usted de su zoquetería es cierto –podrían objetarme–, ¡esa metamorfosis es un auténtico misterio!
En efecto, como para no creérselo. Por lo demás, es el destino del zoquete: nunca le creen. Mientras es un zoquete le acusan de disfrazar su viciosa pereza con cómodas lamentaciones: «¡No nos vengas con historias y trabaja!». Y cuando su situación social demuestra que lo ha conseguido, sospechan que está alardeando: «¿Que había sido usted un zoquete? ¡Vamos, vamos, está alardeando!». Lo cierto es que, a posteriori, las orejas de burro se llevan de buena gana. Son incluso una condecoración que algunos se atribuyen en sociedad. Te distingue de aquellos cuyo único mérito fue seguir las trilladas sendas del saber. El Gotha pulula de antiguos zoquetes heroicos. Escuchamos a esos listillos en los salones, por las ondas, hablando de sus sinsabores escolares como de hazañas de la resistencia. Yo solo me creo estas palabras si percibo en ellas el sonido apagado del dolor. Pues aunque a veces uno sane de su zoquetería, las heridas que nos infligió nunca cicatrizan por completo. Aquella infancia no fue divertida, y recordarla tampoco lo es. Resulta imposible presumir de ella. Como si el antiguo asmático se enorgulleciera de haber creído, mil veces, que iba a morir asfixiado. Por ello, el zoquete que se ha librado no desea que le compadezcan, en absoluto, lo que quiere es olvidar, eso es todo, no pensar más en aquella vergüenza. Y además sabe, en lo más hondo de sí mismo, que muy bien habría podido no lograrlo. A fin de cuentas, los zoquetes para toda la vida son los más numerosos. Yo siempre he tenido la sensación de ser un superviviente.
Es un libro ameno, con conocimiento de lo que se habla y muy bien escrito. Recomendable cien por cien. Entonces, ¿por qué preferiría no haberlo leído? Ufff. Es largo de explicar. Primero que hable Pennac:
Anuncio a Bernard que pienso escribir un libro sobre la
escuela; no sobre la escuela que cambia en la sociedad que cambia, como ha
cambiado este río, sino, en pleno meollo de ese incesante trastorno,
precisamente sobre lo que no cambia, en una permanencia de la que nunca oigo
hablar: el dolor compartido del zoquete, sus padres y sus profesores, la
interacción de esos pesares de escuela.
(continuará)
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