Viernes, 14 de febrero de 2014
A las siete y media suena el despertador. Me levanto y empiezo a preparar el desayuno. A las ocho menos diez despierto a Héctor. Hoy le cuesta salir del sueño. Le tengo que dar una sesión extra de besos para lograr que abra el ojo y emita un gruñido. No un gruñido cualquiera, sino el de un verdadero braquiosaurio que anuncia el comienzo de su ritual matutino: agarra con una mano el elefantito, con la otra el Nico-Nico y rugiendo con fiereza gatea por la cama hasta encaramarse sobre mis hombros. Desde esa altura suelta a sus presas y dando media voltereta cae sobre mi regazo. Ya está listo para ir a desayunar.Y ahí termina la anotación apresurada que hice esa noche en el hospital, tratando de fijar cada detalle de ese día. Me quedé en el recreo. Un año después he olvidado muchas cosas: qué hice en las tres horas de clase, la cara de Héctor cuando nos despedimos de él para ir al hospital, el número de la habitación en que dejaron ingresada a Sonia...
Comemos las tostadas en silencio, algo extraño dada la habitual locuacidad con la que se levanta. Se nota que es viernes y arrastra el cansancio de la semana.
A las 8.30 se levanta Sonia. Prepara el bocadillo que se va a llevar a Héctor al colegio y lo viste mientras yo hago lo propio.
A las 8.55 Héctor se suelta impaciente de mi mano cuando ve que los niños están entrando al interior del edificio en lugar de formar una fila en el patio. Cae un chirimiri imperceptible. Algunos maestros intentan organizar las filas pero es demasiado tarde, los niños que van llegando al patio siguen la estela de sus compañeros que ya están dentro. Hoy no hay filas.
Tampoco hay piscina. Todos los viernes, aprovechando que entro tarde a clase, voy a nadar tras dejar a Héctor en el colegio, pero hoy no. Tengo mucho trabajo atrasado y además preveo un día largo. Así que regreso a casa, me ducho y salgo para el instituto.
A las 10, cuando llego a la puerta del instituto, observo un autobús mal estacionado sobre el carril bici. Ha dejado de llover y una decena de personas esperan junto al autobús. Son algunos de los alumnos y profesores que participan en el proyecto Comenius. Van a realizar una visita a Medina Azahara
Saludo a Swetlana. Le preguntó qué tal se lo pasó la noche anterior en el tablao flamenco. "It was great. We enjoyed it". La afirmación no puede ser más incongruente con la expresión seca de su rostro, una mezcla de enfado, desprecio y aburrimiento que resultaría ofensiva de no ser porque me he acostumbrado a ella. En todo momento y circunstancia Swetlana tiene esa expresión de cabreo hosco.
Junto a la conserjería me cruzo con Carla. Intercambiamos unas frases de cortesía y me abruma la efusividad con que se despide: es entonces cuando caigo en la cuenta de que se marchan esta tarde. Me alejo por el pasillo pensando que nunca más volveré a ver a Carla, ni a Swetlana, ni a toda la extravagante tropa que conocí hace año y medio en Rumanía. Me sorprende una punzada de falsa nostalgia.
En la sala de profesores Victoria prepara unas bandejas con dulces, magdalenas y bombones. Hoy cumple 50 años, una cifra redonda.
Llamo a la oficina del Parlamento Europeo en Madrid pero no contestan el teléfono. Llamo a mi jefe de departamento, le extirparon un riñón hace justo una semana. Parece animado.
A las 11.15 vienen a buscarme dos alumnos a los que ayer castigué sin recreo. Hacía al menos dos años que no castigaba a ningún alumno sin recreo. Los llevo al departamento y, mientras ellos hacen tareas y comen el bocadillo, yo inscribo a tres equipos en el concurso Euroscola.
Recuerdo que ese día Sonia preparó un guiso de merluza. Conociéndola, supongo que me acompañó en la comida. Lo supongo, pero no lo recuerdo. ¿De qué hablamos? Ella habría comido un poco antes, con Héctor. No recuerdo si Héctor durmió siesta o se quedó en el salón viendo dibujos animados. Es posible que lo llevara a la piscina (ahora recuerdo que los viernes tenía cursillo de natación. De 16.45 a 17.30). Sí, seguro. Llevé a Héctor a nadar y al regresar a casa mis suegros ya habían llegado de Cartagena. Faltaban dos semanas para la fecha prevista del nacimiento de Pedro y, al igual que hicieron cuando nació Héctor, querían acompañarnos y echar una mano en esos últimos días del embarazo y primeros días del bebé.
Saludé a mis suegros, que estaban contentísimos, y me tumbé en la cama. A pesar de la hora, aprovechando que Sonia y Héctor estaban bien acompañados, eché una siestecita. Al despertar, Sonia me dijo que quería ir al hospital. Llevaba un par de días inquieta porque de vez en cuando notaba húmedas las bragas y no estaba segura de si era orina (por la presión sobre la vejiga) o líquido amniótico. Tampoco era una pérdida significativa ni constante. Se cambiaba de bragas y, al cabo de varias horas, las tenía todavía secas. En cualquier caso, mejor acudir la hospital y salir de dudas. Como no era una emergencia decidimos comer algo antes. No sé si recuerdo o simplemente imagino que cené un bocadillo de jamón. Luego nos despedimos de Héctor (¿qué le digimos?, ¿qué nos dijo?) y de mis suegros. Nos llevamos la maleta que Sonia tenía preparada por si acaso la ingresaban. Por si acaso.
No sé cuántos kilómetros hay de casa al hospital. Si sé que, en coche, se tarda seis o siete minutos por la circunvalación. Nos recuerdo perfectamente en el coche, camino del hospital, alegres. Sonia estaba radiante: "Fíjate si Pedro es bueno que ha esperado a que estén aquí sus abuelos. Qué detalle."
No hubo que esperar. Exploraron a Sonia y, en efecto, era líquido amniótico. Había una fisura en la bolsa. Sonia todavía no tenía contracciones pero la ingresaron. Si no se ponía de parto en 24 horas se lo provocarían.
Así fue. Con la primera pastilla llegaron las contracciones, a un ritmo cada vez más constante. Y a las 18.15 del sábado 15 de febrero nació Pedro.
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