Si mi tío Pepe me oye decir que es un hombre de otra época me manda a tomar viento fresco. Pero no con esas palabras precisamente. Él, que está a la última y no pierde hilo. Que si me apuras, lo mismo vota a Podemos . "Tonto pelao" es lo más suave que soltaría por su boca (y a lo mejor esta vez tiene razón). Pero yo nunca le he dicho nada a mi tío. Nada importante. Nada que me importara. A pesar de que durante muchos periodos de mi infancia, adolescencia y primera juventud lo viese a diario nunca me he sentido relajado en su presencia.
Mis tíos tenían una papelería-librería en el centro de la ciudad. Era un local muy grande (sobre todo para un niño) con una decena de trabajadores entre dependientes, administrativos y mozos de almacén (se vendía también al por mayor). La tienda era amplia, con un mostrador principal de varios metros a la izquierda según entrabas y otros mostradores a lo largo del perímetro de anaqueles. Cuatro escalones daban acceso a las oficinas. Había dos despachos. El primero de ellos, desde el que se dominaba toda la tienda, lo ocupaba mi tío Quico con otros dos empleados. El segundo despacho, con aire más institucional, lo ocupaba mi tío Pepe. La separación era más simbólica que real puesto que los espacios estaban delimitados por cristaleras y las puertas permanecían abiertas todo el tiempo. Frente a los despachos estaba el acceso al almacén, un maravilloso laberinto de estanterías hasta el techo que se extendía por dos plantas (con montacargas incluido) y un entresuelo.
En esa tienda pasé muchas horas de mi infancia. Mi madre solía hacer una visita de camino al centro (con mucha frecuencia, o así lo recuerdo) y a veces nos dejaba allí mientras ella hacía algún mandado. Pasaba el rato curioseando por el almacén. Nunca se cansaba uno de contemplar las innumerables cajas con gomas, bolígrafos, sacapuntas... En el último pasillo del sótano se guardaban las barajas de cartas. Cuando no estaba con mi hermana o me cansaba de curiosear por las existencias, elegía un libro y me sentaba a leerlo en los escalones del entresuelo, la zona menos transitada de todo el local. No sé qué guardaban allí pero estaba más desordenado y sucio que el resto del almacén. Era el lugar perfecto para leer sin molestar a nadie. Porque la consigna de mi madre era clara: no molestar a los titos. Y yo sabía que era muy fácil molestar al tito Pepe.
Yo tendría ocho o nueve años. No sé si era la primera vez que se me ocurría esperar a mi madre allí pero desde luego fue la última. Mi tío estaba trabajado en su mesa. Tal vez hablase por teléfono. Yo me senté en uno de los sillones bajos que había a la entrada de su despacho y me entretuve coloreando con un rotulador fosforescente una hoja de un pequeño bloc de notas. Mi objetivo era llevarme a casa una tarjeta amarilla como las que usan los árbitros de fútbol. No recuerdo que hablásemos. Vinieron a por mí y aquello fue todo... hasta el día siguiente. No sé qué le contaría mi tío a mi madre, pero me hizo merecedor de una buena riña. Que qué es lo que había hecho, que no podía sentarme en el despacho de mi tío porque él está trabajando y le molesto, que si había gastado el rotulador por fastidiar... Esto último era lo que me resultaba más incomprensible. Primero: no lo había hecho por fastidiar; y segundo, en esa tienda había cientos, quizás miles de rotuladores iguales al que yo había "gastado". No me parecía una gran pérdida. No para ponerse así. Tampoco comprendí por qué mi tío no me había reprendido si le estaba molestando en lugar de esperar a contárselo a mi madre al día siguiente.
Lo único que saqué en claro es que a mi tío mejor no molestarlo. Y como las cosas que le molestan me resultaban incomprensibles lo mejor era no acercarme. Por si acaso. Hola tito. Adiós tito. Dos besos al llegar y otros dos al marcharme. Tampoco mi tío mostró nunca algún interés por mí. Mi presencia en la tienda o en el almacén nunca requería su atención. Hola tito. Adiós tito.
Cuando llegué a la adolescencia mi madre decidió que para complementar mi formación necesitaba conocer el mundo del trabajo. Así que las mañanas del verano de mis trece años (y de mis catorce, y de mis quince y de mis dieciséis) las pasé en la papelería de mis tíos para echar una mano "en lo que hiciera falta". Siguiendo la regla no escrita pero que tan bien había aprendido, nunca entré en el despacho de mi tío Pepe para nada relacionado con el trabajo. Era mi tío Quico quien se encargaba de dirigirme. A veces, también, alguno de mis primos mayores que estaban por allí echando sus horas. Cuatro veranos estuve "haciendo prácticas" en la papelería de mis tíos. Hola tito. Adiós tito.
Una vez reparó mi tío en mí. Yo tenía veinte años y faltaban pocos días para que me marchara al Reino Unido con una beca Erasmus. Al entrar en su despacho para saludarle decidió que era el momento de darme un consejo que me sería útil durante mi estancia en el extranjero y aún después:
Ante la duda, actúa.
Es mejor que uno se arrepienta por haber metido la pata a estar el resto de la vida preguntándose qué hubiera ocurrido si se hubiera atrevido a...
No sé si tenía por costumbre regalar ese consejo a los jóvenes a punto de dejar el nido o si me lo dedicó personalmente porque creyó que lo necesitaba. Lo que tengo claro es que el consejo definía a mi tío: un hombre de acción.
A pesar de todas las horas que he pasado cerca de mi tío, para mí es un gran desconocido. O mejor dicho, sería un gran desconocido de no ser por mi madre. Yo he conocido su exultante vitalidad, su fuerza, su exuberancia tanto en el buen humor (esas carcajadas que se escuchaban desde el almacén o la tienda) como en el malo (esas broncas a los empleados). Esa energía desinhibida que me intimidaba. Las pocas veces que se han fijado en mí sus ojos vivaces me he sentido fiscalizado y evaluado. Me han dejado la impresión de no dar la talla.
Es mi madre quien me ha dado a conocer a mi tío. Es mi madre quien me ha estado contando todos estos años sus historias. Ella le animó a escribir su autobiografía. Lástima que no pasara de un borrador. Especialmente en los últimos años, desde que se jubiló y cerraron la papelería, mi tío Pepe no es la persona que yo conocí sino la que mi madre me ha enseñado. He conocido sus anécdotas, sus vicisitudes, sus defectos y virtudes a través del prisma cariñoso de su hermana. Y recordando ahora todo me doy cuenta de que mi tío no es un hombre de otra época (¿lo ves, tonto pelao?). Ha sido un hombre de todas las épocas que ha atravesado en sus ochenta y cuatro años. Niño de la guerra, joven de la posguerra, formó una familia numerosa en el desarrollismo, creó asociaciones y agrupaciones en la transición, emprendedor en los ochenta, siempre inquieto y vital. Caigo en la cuenta de que cuando yo nací mi tío ya tenía cuarenta y cuatro años. Así que mis primeros recuerdos suyos son de cuando tenía cincuenta, año arriba, año abajo. El día que me soltó su memorable consejo tenía sesenta y cuatro. Y nunca lo he visto mayor. Sólo hace dos semanas, en el hospital, vi a un anciano por primera vez. Eso sí, un anciano que se peleaba con su hijo porque no le ayudaba a bajarse de la cama.
Aunque nunca olvidaré su consejo, la principal lección que he aprendido de mi tío es su ansia de vivir. Nunca se ha dejado derrotar. Siempre ha sacado todo el jugo que podía a la vida, independientemente de que las circunstancias fueran mejores o peores. Ahora los médicos han perdido la esperanza de que se recupere y le están dando un tratamiento de cuidados paliativos. Parece que le queda muy poco de vida y sus hijos, para que se relaje, le han puesto unos auriculares con cantos gregorianos. No sé si a mí me gustaría escuchar música en esos momentos. En todo caso, yo también me voy a despedir de mi tío con una canción. Lust for life de Iggy Pop. Pasión por la vida, ansia de vivir, como quieras llamarlo. El ejemplo de mi tío.
Qué bonito Eduardo me has llenado de lágrimas los ojos. Siento mucho tu / vuestra pérdida, un enorme abrazo para ti y tu familia y especialmente un beso a tu madre.
ResponderEliminarGracias, Nani.
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