Nuestros «malos alumnos» (de los que se dice que no tienen porvenir) nunca van solos a la escuela. Lo que entra en clase es una cebolla: unas capas de pesadumbre, de miedo, de inquietud, de rencor, de cólera, de deseos insatisfechos, de furiosas renuncias acumuladas sobre un fondo de vergonzoso pasado, de presente amenazador, de futuro condenado. Miradlos, aquí llegan, con el cuerpo a medio hacer y su familia a cuestas en la mochila. En realidad, la clase solo puede empezar cuando dejan el fardo en el suelo y la cebolla ha sido pelada. Es difícil de explicar, pero a menudo solo basta una mirada, una palabra amable, una frase de adulto confiado, claro y estable, para disolver esos pesares, aliviar esos espíritus, instalarlos en un presente rigurosamente indicativo
Naturalmente el beneficio será provisional, la cebolla se recompondrá a la salida y sin duda mañana habrá que empezar de nuevo. Pero enseñar es eso: volver a empezar hasta nuestra necesaria desaparición como profesor. Si fracasamos en instalar a nuestros alumnos en el presente de indicativo de nuestra clase, si nuestro saber y el gusto de llevarlo a la práctica no arraigan en esos chicos y chicas, en el sentido botánico del término, su existencia se tambaleará sobre los cimientos de una carencia indefinida. Está claro que no habremos sido los únicos en excavar aquellas galerías o en no haber sabido colmarlas, pero esas mujeres y esos hombres habrán pasado uno o más años de su juventud aquí sentados ante nosotros. Y todo un año de escolaridad fastidiado no es cualquier cosa: es la eternidad en un jarro de cristal.
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Habría que inventar un tiempo especial para el aprendizaje. El presente de encarnación, por ejemplo. ¡Estoy aquí, en esta clase, y comprendo por fin! ¡Ya está! Mi cerebro se difunde por mi cuerpo: se encarna. Cuando no es así, cuando no comprendo nada, me deshago allí mismo, me desintegro en ese tiempo que no pasa, acabo hecho polvo y el menor soplo me disemina. Pero para que el conocimiento tenga alguna posibilidad de encarnarse en el presente de un curso, es necesario dejar de blandir el pasado como una vergüenza y el porvenir como un castigo.
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Su presencia en clase... No es cómodo para esos chicos y chicas aportar cincuenta y cinco minutos de concentración en cinco o seis clases sucesivas, según esa distribución tan especial que la escuela hace del tiempo. ¡Menudo rompecabezas la distribución del tiempo! Reparto de las clases, de las materias, de las horas, de los alumnos, en función del número de aulas, de la constitución de grupos parciales, del número de materias optativas, de la disponibilidad de los laboratorios, de los incompatibles deseos del profesor de esto y la profesora de aquello... —Cincuenta y cinco minutos de francés —les explicaba yo a mis alumnos— son una horita con su propio nacimiento, su parte media y su final, una vida entera, en suma. Eso es hablar por hablar, habrían podido responderme, una vida de literatura que enlaza con una vida de matemáticas, que a su vez enlaza con toda una existencia de historia, que te propulsa sin razón alguna a otra vida, inglesa en ese caso, o alemana, o química, o musical... ¡Son un montón de reencarnaciones en una sola jornada! ¡Y sin lógica alguna! Vuestra distribución del tiempo es Alicia en el país de las maravillas: tomas el té en casa de la liebre de marzo y te encuentras, sin transición, jugando al cróquet con la reina de corazones. Una jornada pasada en la coctelera de Lewis Carroll, privada de lo maravilloso, es toda una gimnasia. Y, por añadidura, la cosa se da aires de rigor. Un absoluto cajón de sastre podado como un jardín a la francesa, bosquecillo de cincuenta y cinco minutos tras bosquecillo de cincuenta y cinco minutos. Solo la jornada de un psicoanalista y el salami del charcutero pueden cortarse en rodajas tan iguales. ¡Y todas las semanas del año! El azar sin la sorpresa, ¡el colmo! Mi trabajo consiste en hacer que mis alumnos sientan que existen gramaticalmente durante esos cincuenta y cinco minutos. Para lograrlo, no debe perderse de vista que las horas no se parecen: las horas de la mañana no son las de la tarde; las horas del despertar, las horas de la digestión, las que preceden al recreo, las que le siguen, todas son distintas. Y la hora que viene tras la clase de mates no es como la que sigue a la de gimnasia... Estas diferencias no tienen demasiada incidencia en la atención de los buenos alumnos. Estos gozan de una bendita facultad: cambiar de piel de buen grado, en el momento adecuado, en el lugar adecuado, pasar del adolescente revoltoso al alumno atento, del enamorado rechazado al empollón concentrado, del juguetón al estudioso, del allá al aquí, del pasado al presente, de las matemáticas a la literatura... Su velocidad de encarnación es lo que distingue a los buenos alumnos de los alumnos con problemas. Estos, como les reprochan sus profesores, están a menudo en otra parte. Se liberan con mayor dificultad de la hora precedente, se arrastran por un recuerdo o se proyectan en un deseo cualquiera de otra cosa. Su silla es un trampolín que les lanza fuera de la clase en cuanto se sientan en ella. Eso si no se duermen. Si lo que espero es su plena presencia mental, necesito ayudarles a instalarse en mi clase. ¿Los medios de conseguirlo? Eso se aprende sobre todo a la larga y con la práctica. Una sola certeza, la presencia de mis alumnos depende estrechamente de la mía: de mi presencia en la clase entera y en cada individuo en particular, de mi presencia también en mi materia, de mi presencia física, intelectual y mental, durante los cincuenta y cinco minutos.
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¡Oh el penoso recuerdo de las clases en las que yo no estaba presente! Cómo sentía que mis alumnos flotaban, aquellos días, tranquilamente a la deriva mientras yo intentaba reavivar mis fuerzas. Aquella sensación de perder la clase... No estoy, ellos no están, nos hemos largado. Sin embargo, la hora transcurre. Desempeño el papel de quien está dando una clase, ellos fingen que escuchan. Qué seria está nuestra jeta común, bla bla bla por un lado, garabatos por el otro, tal vez un inspector se sentiría satisfecho; siempre que la tienda parezca abierta... Pero yo no estoy allí, diantre, hoy no estoy allí, estoy en otra parte. Lo que digo no se encarna, les importa un pimiento lo que están oyendo. Ni preguntas ni respuestas. Me repliego tras la clase magistral. ¡Qué desmesurada energía dilapido entonces para que tomen esa ridícula brizna de saber! Estoy a cien leguas de Voltaire, de Rousseau, de Diderot, de esta clase, de ese jaleo, de esa situación, me esfuerzo para reducir la distancia pero no hay modo, estoy tan lejos de mi materia como de mi clase. No soy el profesor, soy el guarda del museo, guío mecánicamente una visita obligatoria. Esas horas frustradas me dejaban abatido. Salía de mi clase agotado y furioso. Un furor que mis alumnos corrían el riesgo de pagar durante todo el día, pues no hay nadie más dispuesto a echarte una buena bronca que un profesor descontento consigo mismo. Cuidado, mocosos, intentad pasar desapercibidos, vuestro profe se ha puesto una mala nota y el primero que pase le servirá. Por no hablar de la corrección de vuestros exámenes , esta noche, en casa. Un dominio donde la fatiga y la mala conciencia no son buenas consejeras. Pero no, no, nada de exámenes esta noche, y nada de tele, nada de salir, ¡a la cama! La primera cualidad de un profesor es el sueño. El buen profesor es el que se acuesta temprano.
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¿Qué hacer cuando todos los alumnos de la clase cargan con pesados fardos? Muuuy pesados.
- ¿Por qué no viniste ayer a clase, fulano?
- Porque acompañamos a mi padre que lo metían en la cárcel.
Mejor no preguntar la razón del ingreso. ¿Cómo conseguir el presente de encarnación en grupos así?
Con lo que no estoy de acuerdo es con el último extracto. Son muchas veces las que yo estoy plenamente presente en la clase y aún así siento que mis alumnos flotan tranquilamente a la deriva, haciendo como que escuchan, fingiendo que les interesa, garabateando el cuaderno. Lo intento de una manera u otra y al final me enfado. Claro que me enfado. Pero no me siendo descontento conmigo mismo. Yo lo he intentado poniendo mi mejor esfuerzo. Siento que mi trabajo es inútil (al menos está siendo inútil ese día) y eso me pone furioso.
Yo nunca corrijo cuando estoy cansado. A veces he tardado más de dos semanas en entregar unas notas. ¿Profe, cuándo vas a corregir? Hasta que no se acuestan los niños no puedo. ¿De verdad quieres que corrija tu examen a las once de la noche, agotado y sin paciencia? Mejor, por el bien de ambos, que no sea así. Además me gusta corregir todos los exámenes de un tirón (para ser homogéneo en los criterios), es decir que necesito tiempo y estar descansado. A veces pasan semanas hasta que concurren estas dos circunstancias.
La primera cualidad de un profesor es el sueño. ¡Qué gran verdad! Cuando Héctor o Pedro pasan una mala noche qué difícil es dar clase al día siguiente. La gente no sabe la energía que es necesaria para dar una clase si quiere uno estar presente en ella, encarnado, en palabras de Pennac.
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