Cita



El momento de la verdad nunca llega, el momento de la verdad nunca se va.
Ramón Eder

jueves, 20 de agosto de 2015

Última tarde en Cartagena

Hemos quedado a las nueve para cenar en el pescaito, que así llamamos a un pequeño bar situado en el club náutico Santa Lucía, rodeado de barcos de pesca, junto a la lonja del mismo nombre. El cielo está nublado y tengo la impresión de que hace más calor en el piso que en la calle. Héctor ha vomitado al levantarse de la siesta. No parece que sea un virus ni que le haya sentado mal la comida. Pensamos que es una mezcla de excitación y agotamiento. Mañana nos espera un viaje de cinco horas. Tal vez sea mejor olvidarnos del pescaito.

Le digo a Sonia que me voy a dar un paseo y aprovecho para comprar el pan para los bocadillos del viaje. Que ella observe la evolución de Héctor y decida si vamos o no a cenar. Faltan más de dos horas para las nueve y me llevo a Pedro conmigo. En la calle hace menos calor que en el piso pero más de lo que prometía desde la ventana. Bochornazo.

Bajo por la Alameda a ratos jugando con Pedro y a ratos abstraídos ambos. No sé en qué pensará Pedro. Observa las palmeras, los coches que pasan, los pájaros (aunque las palomas no le llaman tanto la atención como las gaviotas). Yo voy haciendo un resumen mental de las semanas pasadas en Cartagena. Y me sale la pulsión estadístico-contable innata en mí:
  • Veintinueve noches fuera de casa
  • Quince mañanas en la playa
  • Trece banderas verdes y dos amarillas
  • Ninguna medusa (increíble)
  • Once toques de paleta consecutivos entre Héctor y yo.
  • Tres mil ciento setenta y cinco kilómetros
  • Cuatro conciertos en San Javier. Ninguno con Sonia.
  • Dos lecturas simultáneas pero ninguna completada.
  • Ningún percance, ningún accidente, ninguna enfermedad.
  • Dos camisas, unos vaqueros y unos zapatos en las rebajas.
  • Dos libros (uno en Cartagena y otro en Valencia)
  • He visto muy bien a María José, a Lolo, a Vanessa, a Nani...
Al final de la Alameda entro en un supermercado a por pan.
PAN, PAAN, PAAAAN - grita Pedro al ver su alimento preferido. Consigo distraerlo y pagar sin tener que darle ningún trozo (prefiero dejar ese recurso para más adelante. todavía falta tiempo para la cena y aún no sé si hemos de regresar a casa o continuar hasta el pescaito). Me apetece proseguir el paseo hasta el puerto y luego regresar o hacer tiempo hasta las nueve, dependiendo de lo que Sonia decida. Me siento afortunado y tengo la corazonada de que voy a ver un submarino de la armada entrando por el puerto. Sólo dos veces en mi vida he visto ese espectáculo. La primera vez estaba sentado con Sonia en una terraza y fue toda una impresión. Esa ballena metálica desplazándose por el agua. La segunda vez ya estaba Héctor y corrimos hasta el extremo de la dársena para verlo pasar desde más cerca. El niño chico era yo.

La segunda vez llevaba encima la cámara de fotos

Desde la plaza de España (al final de la Alameda) hasta el puerto todas las calles principales son peatonales. Casi mil metros concedidos a los peatones en desagravio al imperio del coche que domina el resto de la urbe. Siguiendo mi estadística personal caigo en la cuenta de que es la primera vez en veintinueve días que piso el centro de la ciudad. No me extraña. No hay nada en él que compense soportar el calor de este verano. Desde hace unos años la comunidad de Murcia permite la libertad de horarios comerciales. Los grandes almacenes (sí, esos) y las tiendas del centro comercial que hay en las afueras (sí, todas esas en las que piensas) abren los 365 días del año. Eso, más que la propia crisis, ha supuesto el cierre de todos los comercios locales que había en el centro. ¿Qué pequeño comerciante puede competir en esas circunstancias? Hace diez años en el centro de Cartagena podías encontrar librerías, tiendas de discos, de instrumentos musicales, cafeterías de toda la vida... Ahora sólo quedan franquicias, tiendas de ropa baratija (bikinis a 1.99 €, anuncia el escaparate) y cafeterías-pizzerías. En la tarde de un sábado caluroso de agosto todo el mundo está en la playa (en la Manga) o en su casa. Enfilo la calle del Carmen sin atisbar un alma. Pero todas las tiendas están abiertas debido al demencial horario que ya he comentado.

De repente una pareja llama mi atención y no porque sean las primeras personas que me encuentro desde que dejé la avenida. La mujer va en bikini con un kafkán encima que no evita ver que va en bikini. El hombre, en comparación, parece ir de etiqueta: pantalón corto deportivo, camiseta playera y chanclas. Me río al imaginar lo que diría el ilustre cartagenero Pérez-Reverte ante semejante estampa. ¿De dónde han salido estos dos si no hay ninguna playa cerca? ¡De un crucero!

Enfectivamente, la pareja playera era la avanzadilla del crucero. Al llegar a las Puertas de Murcia ya se notaba el ambiente. Y toda la calle Mayor, hasta llegar al Ayuntamiento, estaba llena de turistas que dejaban su dinero en los comercios-franquicia y en las cafeterías-pizzerías. Bueno, pensé, si no veo submarinos al menos veré un crucero. Este verano hemos visto dos desde el coche, el segundo espectacular. Me alegraba poder ver uno con calma, paseando por el embarcadero. Con un poco de suerte lo vería zarpar aunque, viendo el movimiento de la muchedumbre (hacia el centro, no hacia el puerto) daba la impresión de que acababa de atracar.

foto tomada de aquí
Mi gozo en un pozo. Pasé el Ayuntamiento y el monumento a los héroes de Cavite y en el embarcadero sólo se veía el casco naranja del buque de salvamento marítimo Clara Campoamor, que de tan visto ha perdido injustamente la capacidad de asombrar. Algún día lo echaré de menos pero hoy esperaba algo que se saliera de lo cotidiano. Si no hay crucero, ¿de dónde ha salido toda esta gente? ¿será posible que Cartagena tenga turismo? ¿esto es la recuperación económica? No conseguí salir de mi pasmo hasta que lo vi: en el muelle principal sí que había un crucero, el más pequeño que he visto en mi vida. Yo esperaba una ciudad flotante y me encontré con esto:

Lo más pequeño que se despacha en cruceros. En su origen fue un buque de exploración soviético.
Estaba dándole vueltas a la cabeza sobre el turismo de cruceros y su impacto en la ciudad cuando por fin sucedió lo que mi suegro llevaba anunciando más de una semana: la gota fría. Miro a Pedro, que se toca la cabeza sorprendido por el impacto de los goterones. Corrí a buscar refugio en el Museo Nacional de Arqueología Subacuática, que se encuentra allí mismo, en el puerto. Los sábados por la tarde la entrada es gratuita, así que decidí hacer una pequeña visita hasta que escampase o viniesen a recogernos. Conozco el museo: es pequeño, agradable y didáctico. Hemos venido con Héctor algunas veces. La última para contemplar el tesoro de Nuestra Señora de las Mercedes que se expone aquí tras el largo litigio entre el gobierno español y la empresa estadounidense que lo extrajo del mar. Según vamos bajando la rampa de entrada me entra la curiosidad. ¿Cuántos cruceristas me encontraré allí? Apuesto a que muchos menos que en las cafeterías-pizzerías del centro. Y eso que está más cerca, es gratis y puedes ver y aprender cosas interesantes, especialmente para alguien que viaja en barco.

Conté los visitantes que había en el museo: 53 por libre y 25 en un grupo con guía. 78 en total. Y no tenían pinta de venir en el crucero. De hecho la guía daba las explicaciones en español y el crucero, según me he informado en internet, tiene clientela exclusivamente británica, hasta el punto de que la moneda de uso en el barco es la libra, no el euro. Otra evidencia que reafirma mi nefasta opinión del turismo de cruceros y su influencia en las ciudades con puerto.
Tras satisfacer mi curiosidad me acerqué a la pequeña pero estupenda tienda del museo donde le pude comprar a Héctor los libros que no vendían en el Oceanografic.























Pedro se estaba impacientando y había dejado de llover (la gota fría no fue tal). Salimos al puerto a contemplar los barcos y, sobre todo, las gaviotas. Ohhh, OOhhhhh, OOOhhhhhh, iba señalando todas las que veía. Paseamos un rato por el embarcadero. La vista de Cartagena desde el puerto es magnífica: las montañas que rodean la ciudad, la muralla de Carlos III, el parque Torres, los edificios de Marina, las majestuosas higueras australianas... y según vas girando la cabeza el astillero, los muelles, las palmeras, los barcos, el mar. Sorprende que nadie pasee por aquí (salvo los que se bajan de los barcos). Me encanta este lugar. Podría quedar sentado horas en un banco dejando pasar el tiempo.

De camino al pescaito hago recuento de todos los barcos que hemos visto esta tarde: crucero, salvamento marítimo, fragatas militares (en el muelle de la Curra), enormes cargueros y pequeños veleros, yates, barco turístico, catamarán, barco-restaurante, pesqueros, embarcaciones de recreo, patrullera de la guardia civil... Todo en un margen de mil quinientos metros. Sólo faltó el submarino.


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