Cita



El momento de la verdad nunca llega, el momento de la verdad nunca se va.
Ramón Eder

viernes, 8 de febrero de 2013

Chusma y fefos

Este pasado lunes acompañé a los alumnos de mi tutoría y del resto de grupos de segundo de bachillerato al Salón del Estudiante UNITOUR-2013. La visita estaba organizada por el Departamento de Orientación con el objetivo de que los alumnos pudieran informarse sobre los planes de estudio de las carreras que les interesan. De las diecisiete universidades presentes en el Salón, sólo tres eran públicas: la Universidad de Salamanca, la Carlos III de Madrid y la Universidad de Córdoba (UCO). Sólo la presencia de esta última justificaba nuestra asistencia al evento. Es altamente improbable que a alguno de nuestros alumnos (y menos aún a sus familias) se les pase por la cabeza matricularse en el Gijon Institute of Higher Education o en la Eusa Bussiness Universtiy Sevilla, por mencionar los dos ejemplos más inverosímiles.

Imagen tomada de esta página de la UCO
La visita, por otro lado, prometía ser de lo más agradable. La mañana lucía espléndida y apetecía pasear. Así que disfruté de la caminata (apenas quince minutos) entre el instituto y el hotel donde se ubicaba UNITOUR. Al llegar, les dimos a los chavales una hora de plazo para que curiosearan por los estands y pidieran la información que les apeteciera.

Mi visita al salón duró un minuto, tiempo suficiente para pasar a toda velocidad por los estands y regresar a la entrada con la intención de alejarme del barullo creciente que se forma cuando se juntan tantas personas en un recinto cerrado y no precisamente amplio. A los cien alumnos que llevábamos nosotros había que sumarle tres o cuatro decenas de alumnos de un instituto privado que ya estaban allí cuando entramos.

Llegó un autocar para recoger a los alumnos del centro privado. Las dos profesoras que los acompañaban, vestidas como para una fiesta, los fueron llamando para hacerse una foto conjunta y marcharse. Al pasar un grupo de alumnos por mi lado, presencié cómo uno de ellos, el más alto, con flequillo a lo Justin Bieber y cara de desprecio dijo: "Está aquí toda la chusma de Córdoba", refiriéndose, claro está, a nuestros alumnos. Los demás le rieron la gracia.

De la indignación y la rabia se me aceleró el pulso. No me podía creer lo que había escuchado. Si me hubieran insultado a mí no me habría afectado ni la décima parte. Me alegré, no obstante, de que nadie más, fuera del grupito de compañeros de aquel imbécil, hubiera escuchado el comentario. Le estuve observando unos instantes, mientras se hacía fotos y rellenaba un cuestionario a la salida. Me preguntaba cómo sería su vida, cómo serían sus padres, en qué se terminaría convirtiendo aquella persona. He de decir que mi imaginación no era precisamente benevolente en las respuestas a esas preguntas.

Finalmente, ya calmado, decidí que aquel comentario no iba a quedar impune. Pregunté a una de sus profesoras por el nombre del alumno en cuestión. Me acerqué a él muy tranquilo y, mientras terminaba de rellenar el cuestionario, le dije: "Ignacio, de entre toda la chusma que pueda haber en Córdoba, de entre toda la chusma que pueda haber en este salón, nadie se ha retratado mejor que tú". Aunque lo que de verdad me hubiera gustado es imitar a Quico, aquel entrañable personaje de el chavo del ocho, y espetarle: "Ignacio, tú eres chusma, chusma".


Ignacio no reaccionó (ni su profesora tampoco, lo que me sorprendió aún más). Regresé a mi rincón y estuve pensando en lo ocurrido.

Caí en la cuenta de que el comentario bien podía haber sido en sentido contrario. Es más, aunque yo no me enterase, es muy probable que alguno de nuestros alumnos hubiera hecho la misma gracia: "Esto está lleno de pijos". "Aquí están los más pijos de Córdoba". O algo similar. De haber escuchado estas frases en boca de mis alumnos, les habría regañado, por considerarlas una falta de respeto, pero no me habrían parecido ofensivas (como sí me lo pareció, y mucho, el comentario de la chusma). Es más, me parecerían afirmaciones totalmente comprensibles. Yo mismo pensaba que aquel salón estaba lleno de pijos, empezando por las profesoras superarregladas y terminando en el último flequillo Bieber.

Comprendí que no me parece mal pensar (otra cosa es afirmar en voz alta o bromear sobre ello) que ese grupo de personas es pijo porque yo lo pienso. Es más, hay un término que tomé prestado de Sonia y que me gusta más: fefos. Son unos fefos.
¿Tengo derecho a sentirme ofendido porque Ignacio califique a mis alumnos como chusma cuando yo lo estoy calificando (y clasificando) a su vez como fefo? ¿Es más ofensivo el desprecio si proviene de un estamento privilegiado que al contrario? La cabeza no consigue encontrar una razón irrefutable que justifique mi sentimiento de que sí, de que es mucho peor despreciar al marginado que al privilegiado. Recuerdo lo que escribía Sir Badem Powell en Escultismo para muchachos al comentar la cuarta ley scout: "Un Scout jamás debe ser un snob; un snob es aquel que mira por encima del otro porque es pobre, o el que es pobre al que es rico". O el que es pobre al que es rico. Para Badem Powell tan snob, y tan poco digno de ser scout, es uno como otro.

Esta semana me he dado cuenta de que soy clasista, un clasista desclasado si tenemos en cuenta que mis condiciones de vida son muy parecidas a las de esos fefos de los que tanto me río. Y a pesar de ser consciente de ello no consigo eliminar el prejuicio: los fefos existen y no me gustan. Ni siquiera consigo que me parezca malo ser clasista (aunque sí me parece malo que sean clasistas los demás).

En fin, supongo que la culpa de todo la tiene Susan Hinton. Con doce años leí por primera vez Rebeldes ("Marginados", en una traducción más ajustada del título original Outsiders). El libro me enganchó de tal manera que lo releí y lo releí hasta que me lo sabía casi de memoria y mi madre lo escondió fuera de mi alcance. Supongo que tanta relectura no le parecía sana.


En cuanto salí a la brillante luz del sol desde la oscuridad del cine tenía sólo dos cosas en la cara: Paul Newman y volver a casa. Deseaba parecerme a Paul Newman --él tiene pinta de duro y yo no-, aunque imagino que mi propio aspecto no es demasiado desastroso. Tengo el pelo castaño claro, casi rojo, y ojos gris verdoso. Ojalá fueran más grises, pues me caen mal los tíos de ojos verdes, pero he de contentarme con los que tengo. Llevo el pelo más largo que muchos otros chicos, recto por atrás y largo en la frente y por los lados, pero soy un greaser, y por el barrio casi nadie se toma la molestia de cortarse el pelo. Además, me queda mejor el pelo largo. (...)
En cualquier caso, seguí caminando hacia casa, pensando en la peli y con unas repentinas ganas de tener compañía. Los greasers no podemos ir andando por ahí mucho tiempo sin que se echen encima, o sin que alguien se acerque y suelte un ¡«greaser»!, lo cual tampoco es para quedarse tan tranquilo. Los que nos asaltan son los socs. No estoy muy seguro de cómo se deletrea, pero es la abreviatura de socia/s, la clase alta, los niños ricos del West Side. Es igual que la palabra greaser, la que se usa para clasificarnos a los chicos del East Side.

¿Es posible que mi indignación surgiera de reconocer en Ignacio la viva imagen del soc?