Cita



El momento de la verdad nunca llega, el momento de la verdad nunca se va.
Ramón Eder

miércoles, 31 de diciembre de 2014

La caja torcida

Me estoy dando cuenta de que soy un poco maniático y me gusta repetir rituales. Así que como hace un año despedí el 2013 con un cuento, hoy hago lo propio. En este caso he elegido uno de Juan Ramón Jiménez:

Tenía la manía bella de lo derecho, lo recto, lo cuadrado.  Se pasaba el día poniendo bien en exacta correspondencia de línea, cuadros, muebles, alfombras, puertas, biombos.
Su día era un sufrimiento terrible y una espantosa pérdida de tiempo. Iba detrás de familiares y criados ordenando lo desordenado. Comprendía bien el cuento del que se sacó una muela sana de la derecha porque tuvo que sacarse una dañada de la izquierda.
Cuando se estaba muriendo suplicaba a todos que le pusieran exacta la cama en relación con la cómoda, el armario, los cuadros.
Y cuando murió, el enterrador le dejó la caja torcida en la tumba para siempre.
2014 será para siempre el año en que nació Pedro. Inolvidable. Como Happy, la canción de Pharrell Williams que tanto escuchamos Sonia y yo allá por el mes de febrero, los días previos al nacimiento. Me despediría con ella pero parece un poco gastada de tanto uso. Estos días suena en todos los resúmenes del año. Prefiero despedir 2014 con un clásico que he escuchado casi a diario durante los últimos tres meses. Cada vez que llevaba a Héctor al cole.
- Papá, pon Johnny B. Goode.
- Rock&roll, yeah



¡Feliz 2015!

domingo, 14 de diciembre de 2014

Bob Cratchit. (Navidad 3)

Falta todavía una semana para el comienzo de las vacaciones y ya he recibido el primer regalo navideño. Ha sido tan inesperado como providencial. El otro día le comenté a Sonia que, de lo cansado que estoy, ni siquiera me animo pensando en las fiestas navideñas, es más, que este año las veo venir como un elemento de estrés añadido. Que si viajes, que si los niños están malos (desde hace tres semanas se van turnando entre bronquiolitis, procesos asmáticos, malas noches, etc.), que si hay que comprar las sorpresas y los regalos, que si hace frío y no podemos salir, que si... Eso sin contar todo el trabajo que estoy dejando para "cuando tenga tiempo" y que irremediablemente tendré que haber hecho antes de regresar a las clases en enero. Las navidades se presentan como tres semanas llenas de obligaciones y plazos de entrega.

El miércoles estaba en la sala de profesores trabajando con el ordenador. Eduardo, sí, sí Eduardo... dos compañeros me están mirando con una sonrisa enigmática y esperan una respuesta de mi parte. ¿Perdón? Estaba tan absorto en la redacción del documento que no me he enterado de nada. ¿De qué habláis?

Este año se ha creado un grupo de teatro en el instituto. Lo dirige un profesor de informática con experiencia en otros grupos de aficionados. De hecho, una obra montada por él acaba de recibir dos premios en un certamen provincial. Como opera prima se decidieron por una adaptación del cuento de Navidad de Charles Dickens y estrenarla la semana previa a las vacaciones navideñas. Todo un acierto.

Sé que es injusto asociar Dickens a la Navidad. Su obra no se circunscribe a su célebre cuento. Pero yo no puedo evitar la asociación. Sólo he leído a Dickens en Navidad. Ya no recuerdo si la primera vez lo hice de forma intencionada o por casualidad. En la Navidad de 1998, la que pasé en Finlandia, leí "Historia de dos ciudades". Me gustó. Y decidí incorporar una lectura de Dickens a los rituales navideños, como escuchar a Bing Crosby o disfrutar una vez más de "Qué bello es vivir".
En 1999, viviendo en Barcelona, no cumplí con este propósito, ni tampoco en 2000. La siguiente novela de Dickens la leí en las navidades de 2001. Fue "Oliver Twist" (Aventuras de Oliverio Twist, es el título de mi ejemplar). A lo mejor la novela no es tan mala ni tan deprimente como me pareció. Puede que el deprimido fuera yo. Me acababa de divorciar y recurrir a Dickens era un intento de conservar las cosas buenas que había descubierto con Johanna. Pero "Oliver Twist" fue una mala elección. Años después, un día de diciembre, vi con Sonia la película de Polanski en un cine de Madrid y siguió sin gustarme la historia. Aún así la película removió algo en mi interior porque en esa Navidad, la de 2005, leí "David Copperfield" y en la de 2006 cayó por fin "Un cuento de Navidad".

- Lo harías muy bien -me dice H, Scrooge en la obra-. Sólo te tienes que aprender una frase.
- H. no lo engañes. Bob es el personaje que más texto tiene después de Scrooge. -le corrige A, el director teatral.
- ¿Pero de qué habláis?
P, el profesor que iba a interpretar a Bob Crachit, el empleado de Scrooge, se ha indispuesto repentinamente y parece que no se va a recuperar para el martes, fecha del estreno. Se requiere a un sustituto de urgencia y, mira por donde, se han cruzado conmigo en plena búsqueda desesperada.
- ¿Qué tendría que hacer?
- Esta tarde te mando el guión, el viernes ensayamos de 5 a 7 y el sábado, a partir de las 10.30, es el ensayo general.
- Lo tengo que pensar -me viene a la mente todo el trabajo que tengo en esta semana de evaluaciones. También Sonia tiene mucho trabajo y no va a poder avanzar si se queda sola con los niños-. Esta tarde te contesto.
- Sonia resopla pero no pone reparos- El trabajo, al final, se hace. Y se ve que te hace ilusión.

Me hace mucha ilusión. Supongo que habría aceptado la propuesta sin importarme el personaje o la obra, sólo por probar la experiencia de actuar y por evitar cancelar el estreno tras dos meses de ensayo. Pero es que estamos hablando del cuento de Navidad de Dickens. Si me hacía ilusión ver la obra (insistí mucho en que hubiera una función para los profesores, no sólo para los alumnos), no digo ya interpretar en ella el principal personaje secundario.

El ensayo del viernes me sirvió para memorizar el texto y poco más. El sábado me sentí más cómodo y creo que no lo hice mal. Al menos en lo que a la entonación del texto se refiere. Me falta trabajar la expresión corporal. Afortunadamente la mayor parte del tiempo estoy sentado (en la mesa de trabajo o en la mesa del comedor de mi casa) y así es más fácil disimular que no sé qué hacer con mis brazos y mis manos. En el trabajo me dedico a hacer anotaciones en el libro de cuentas. En mi casa juego con Tiny Tim, lo acompaño a la mesa y me siento a comer. Lo difícil es cuando me encuentro a Scrooge en la calle (final de la obra) o cuando estamos dialogando de pie en la oficina. Ahí me olvido de que tengo brazos y se quedan rígidos e inmóviles. Dado que no hay más ensayos en los que poder mejorar este aspecto, no sé si dejarlo tal cual o intentar practicar por mi cuenta algún tipo de brazada. El remedio puede ser peor que la enfermedad. Por lo demás, no es difícil meterse en la piel de Bob Cratchit. Le gusta la Navidad, como a mí; le gusta estar con su familia, como a mí; es un entusiasta encubierto, como yo. Incluso las dudas y el titubeo que muestro en el escenario cuando comienza la función debido a mi falta de tablas pueden parecer un rasgo de carácter de Bob, que se siente intimidado ante la regañina de Scrooge. Así que trabajo de interpretación hago poco. Interpreto una variación no muy lejana de mí mismo.

To play. Los ingleses sí que saben. Jugar, tocar música, interpretar un personaje. Todo recogido en el mismo verbo. Hacer teatro es retroceder a la infancia. Es jugar a ser otra cosa con toda la seriedad con la que los niños se toman los juegos. En este fin de semana de ensayos teatrales he sacado unas apresuradas impresiones acerca del oficio de actor, que reafirman lo que tantas veces he leído en entrevistas:
  • La importancia del director. Los actores somos seres inseguros. Es fundamental un buen director que nos guíe con instrucciones precisas y nos dé la confianza necesaria para hacernos con el personaje, para que nos lo creamos. A. es un gran director. Sé que no he trabajado con ningún otro y no puedo comparar, pero no puedo imaginar a alguien haciéndolo mejor. El simple hecho de haber convencido a una docena de personas a dedicar una tarde a la semana para jugar al teatro ya muestra su talento.
  • Un buen actor hace buenos a los demás. H. hace un papelón con Scrooge. Ya lo suponía, por eso tenía tanto interés en ver la obra. Pero la realidad supera las expectativas. En el ensayo general del sábado se me puso la piel de gallina durante la escena del cementerio, cuando Scrooge lee su nombre en la lápida y suplica al espíritu: ¿por qué me haces esto? Ya no soy así. He cambiado. Increíble.
    En las escenas que comparto con él no me cuesta creerme Bob porque estoy todo el rato viendo a Scrooge no a H (un compañero con el que tengo mucho trato diario). En cambio, cuando la cena familiar, me cuesta creerme Bob porque en ningún momento veo a mi mujer sino a P, la profesora que interpreta (mal) ese papel. Toda la escena me parece falsa.
  • Me llevo el papel a casa. Muchos actores se quejan de esto, especialmente si interpretan a personajes tortuosos y difíciles. En mi caso es una bendición. Me he impregnado de Bob Cratchit hasta la médula y es como si me hubieran inyectado una dosis doble de alegría. Adiós agobios y agotamiento. A disfrutar de lo que nos toca en cada momento. Y, sobre todo, ¡Feliz Navidad!
El martes estrenamos la obra por la tarde. Se ha hecho un hueco en las sesiones de evaluación para que nos puedan ver los profesores y familiares que quieran. El miércoles hacemos doble función por la mañana para los alumnos. Sólo espero no desentonar demasiado con la línea de grandes actores que se han puesto en la piel de Bob Cratchit. Desde la rana Gustavo a Mickey Mouse.




miércoles, 10 de diciembre de 2014

Cumpleaños (2ª parte)

Este año hice uso de la hora de lactancia a la que tiene derecho uno de los progenitores (por usar el término legal) de un niño menor de 18 meses. Solicité entrar a trabajar a segunda hora (a las 9.15 en lugar de a las 8.15) y así poder llevar a Héctor todas las mañanas al colegio (entra a las 9.00 y su colegio está al lado de mi instituto, así que me sobra tiempo para acompañarlo y llegar puntual al trabajo, incluso cuando hace buen tiempo y vamos andando).

A Héctor le encanta ir al cole. Va contentísimo. El año pasado me tiraba de la manga y señalaba con el dedo cada vez que veía a algún compañero de clase. Mira papá, Martín. Y mira papá, Pablo. Este año se suelta de la mano y se acerca a donde esté su compañero para saludarlo por su nombre. El miércoles, después de haber pasado dos días en casa convaleciente, iba con más ganas todavía de encontrarse con sus amigos del cole. Y al primero que vimos fue a Carlos con su mamá. ¡Carlos!

- Hola Héctor - saluda la mamá de Carlos - Carlos tiene una sorpresa para ti.
En el colegio hay costumbre de que los niños, el día de su cumpleaños, regalen un pequeño detalle al resto de la clase: un lápiz, un puzzle, un cuento... Creí que, como Héctor había faltado dos días, se había perdido el regalito de Carlos y ahora se lo iba a dar. Pero la sorpresa fue real. Lo que le entregó Carlos fue un sobre, sellado, con el nombre de Héctor escrito con letra infantil. Dentro del sobre una invitación para una fiesta de cumpleaños. La segunda invitación en una semana. Se ha abierto la veda de las fiestas de cumpleaños y nos ha pillado totalmente desprevenidos.
¿Podéis venir mañana por la tarde? - Mientras Héctor abre el sobre, la mamá de Carlos me indica dónde y cuando se celebra el cumpleaños. En un bar que hay junto a la puerta del colegio y un parque infantil (toda esa zona, incluida la calle de acceso al colegio, es peatonal).

Tenemos 24 horas para comprarle un regalo a Carlos. Todavía no salgo de mi asombro al recordar el cumpleaños de P. ¿Qué tipo de regalo espera recibir la familia de un niño que va a cumplir cuatro años e invita a más de media clase a una fiesta? No tenemos ni idea. Sonia y yo parecemos marcianos en este tipo de asuntos. Hablo con mi hermana, que ya tiene experiencia en fiestas de cumpleaños, y me da una idea: un click de playmobil. Es pequeño, no es barato pero tampoco caro (entre 8 y 12 euros) y da igual que ya tenga porque a un niño nunca le sobra un click (al menos, a mi no me sobraban de chico). Esa tarde salgo a comprarlo. Un policía en moto.


Esta vez sí que creo haber acertado. Además, no preveo que Carlos se vaya a llevar el saco de juguetes que obtuvo P. Mi razonamiento es el siguiente. Los vecinos de mi residencial tienen una posición económica muy desahogada. De hecho se podría decir que dentro de nuestro residencial nosotros estaríamos en el nivel más bajo de renta y patrimonio. Hay una diferencia abismal entre los vecinos que compraron el piso sobre plano (antes de la crisis) y los vecinos, menos, que compramos el piso ya construido, en plena crisis y con la constructora a punto de ser embargada por el banco.
En cambio, el colegio al que acude Héctor está situado en una barriada de lo que antes se llamaba "clase trabajadora" y antes aún "clase obrera". Y aunque con el tiempo la barriada se ha visto rodeada de residenciales "de lujo", muy pocas familias de estas nuevas viviendas llevan a sus hijos a los colegios de la barriada. Prefieren llevarlos a colegios concertados de la sierra (o privados, mejor).
Es decir, que de entre las familias de la clase de Héctor, nosotros estaríamos en el nivel más alto de renta y patrimonio. Es posible que los padres del colegio sean tan insensatos (desde mi punto de vista) como mis vecinos, pero al menos donde no llegue la sensatez se impondrá la economía y el límite presupuestario. Eso es lo que yo pensaba.

Esta vez fue Sonia la que acompañó a Héctor y yo me quedé en casa con Pedro. He conseguido convencerla de que a las fiestas de cumpleaños del cole vaya siempre ella (si sólo van a ir mamás, ¿qué pinto yo allí?). Por segunda vez, Héctor tiene que dejar la fiesta antes de que acabe. Los recojo en coche porque tenemos cita desde hace semanas para ponerle la vacuna contra la gripe (está en grupo de riesgo por padecer asma infantil). Se suben al coche y siento el impulso de preguntar por los detalles del cumpleaños pero contengo mi curiosidad hasta el momento en que Sonia y yo estemos a solas.
- ¿Quién fue?
- La mayoría de la clase.
- ¿Y qué tal los regalos?
- Muy buenos. Ropa de marca (mayoral)...
Vamos, lo mismo que en el cumpleaños de P.

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Han pasado tres semanas y no hemos vuelto a recibir ninguna invitación de cumpleaños. Nos asustamos demasiado pronto, intuyendo el comienzo de una vorágine sin fin. Además, todavía faltan cuatro meses para que Héctor cumpla cinco años. Ya veremos si hacemos alguna "fiesta" con los amigos del cole y bajo qué condiciones. Ahora ya no pienso en ello.