Cita



El momento de la verdad nunca llega, el momento de la verdad nunca se va.
Ramón Eder
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lunes, 31 de agosto de 2015

Oliver Sacks

No por anunciada me ha resultado menos triste la muerte de Oliver Sacks. La lectura de Un antropólogo en Marte cambió mi forma de ver la vida. La mejoró. Creo que es el libro que más veces he recomendado (la última vez a una compañera en la cena de graduación de este año, cuando todavía no sabía que Oliver Sacks se estaba muriendo) y más veces he prestado o regalado. Fue un auténtico deslumbramiento. Si no lo habéis leído ya estáis tardando.

Lo compré por 1400 pesetas (todavía está el precio escrito a lápiz en la primera hoja) en la librería Anaquel. La contraportada me pareció interesante y recordé haber leído algún comentario elogioso por parte de Rosa Montero. Era una época en la que yo compraba muchos libros por impulso. Gran parte de ellos están todavía pendientes de lectura. Afortunadamente no el de Oliver Sacks. Lo leí de inmediato. Supongo que empecé a hojearlo y luego ya no pude parar. Fue en verano de 2001 y el libro arrojó luz en un momento de gran pesar e incertidumbre de mi vida. Así comienza el prefacio:
Estoy escribiendo con la mano izquierda aunque, soy irremediablemente diestro. Hace un mes me operaron el hombro derecho, y en este momento no me dejan ni puedo utilizar la mano derecha. Escribo con lentitud y torpeza, pero con más soltura y naturalidad a medida que pasan los días. Me adapto, aprendo continuamente, y no sólo a escribir con la mano izquierda, sino también a realizar otras muchas actividades: también me he vuelto habilidoso, prensil, con los dedos de los pies, para compensar el hecho de tener un brazo en cabestrillo. Cuando me inmovilizaron el brazo anduve con cierto desequilibrio durante unos días, pero ahora camino de manera distinta, he descubierto un nuevo equilibrio. Desarrollo pautas de comportamiento distintas, hábitos distintos..., una identidad distinta podríamos decir, al menos en esta esfera concreta.
Han pasado catorce años y todavía recuerdo las siete historias que relata el libro, especialmente El caso del pintor ciego al color, Vida de un cirujano y Ver y no ver (visto y no visto diría Muñoz Molina). Me sorprende encontrar entre las páginas de mi ejemplar un boletín de notas de un alumno de mi tutoría del curso 2004-2005. Ah, sí, le presté el libro a una compañera de aquel año que había trabajado en un psiquiátrico.


El tío Tungsteno es el tercer libro que leí de Oliver Sacks. Lo compré en junio de 2003 en un estand de la Feria del Libro de Madrid. 17.50 € (el precio a lápiz, etc). Eran mis primeros días como profesor de instituto y mi situación económica tras año y medio en paro dejaba que desear. Así que me prometí a mí mismo que sólo compraría dos libros en la Feria. Una novela de John Irving y las memorias infantiles de Oliver Sacks fueron mi elección.
El día que compré El tío Tungsteno firmaba Rosa Montero en una de las casetas de la Feria. Acababa de publicar La loca de la casa (libro que leí más tarde y en mi opinión el mejor, con diferencia, de su autora). Yo ya había comprado mis dos libros así que se me ocurrió que podría pedirle que me firmara el de Oliver Sacks. Al fin y al cabo conocí a Oliver Sacks gracias a ella. Imagino que le gustaría saber que sus recomendaciones tienen eco. Al llegar a la caseta donde firmaba vi a Rosa Montero y a cinco o seis personas que esperaban haciendo cola. De repente me sentí ridículo y me alejé de allí.
Leí el libro ese mismo verano durante las semanas que pasé en Polonia. Me sorprende encontrar ahora entre sus páginas dos carteles de cine con tamaño de postal: Porozmawiaj z nia (Hable con ella) y I twoja matke tez (Y tu mamá también). ¿Cómo llegaron aquí? Por más que me esfuerzo no consigo recordarlo. La única película que vi en el cine en Bialystock fue Las horas, esa en la que Nicole Kidman interpreta a Virginia Woolf. Abro una página al azar:
Durante los años treinta,  mi madre abandonó la medicina general y pasó a dedicarse a la ginecología y la obstetricia. Nada había que le gustará más que un parto complicado - que un bebé se presentara de brazo, o de nalgas-  con una conclusión satisfactoria. Pero de vez en cuando traía a casa fetos malformados: anencefálicos, con unos ojos saltones en lo alto de sus cabezas aplanadas y sin cerebro, o con espina bífida, en los que toda la médula espinal y el encéfalo estaban a la vista. Algunos había nacido muertos, y a otros mi madre y la comadrona los había ahogado en silencio al nacer ("como un gatito", dijo una vez), pues les parecía que si vivían no tendrían ninguna vida consciente o mental. Deseosa de que yo aprendiera anatomía y medicina, diseccionó para mí varios de esos fetos, y aunque sólo tenía once años, insistió en que yo también diseccionara. Creo que jamás se dio cuenta de lo mucho que eso me afectaba, y probablemente imaginó que sentía el mismo entusiasmo que ella. Aunque yo, de manera natural, había diseccionado por mi cuenta lombrices, ranas y mi pulpo, la disección de fetos humanos me llenaba de repugnancia. Mi madre a menudo me contaba que, siendo yo bebé, le había preocupado el crecimiento de mi cráneo, temiendo que las fontanelas se hubieran cerrado demasiado pronto, y que, a consecuencia de ello, me transformara en un idiota microcefálico. De este modo, vi en esos fetos lo que (en mi imaginación) yo también podía haber sido, lo cual hacía que me fuera más difícil distanciarme de ellos, e incrementaba mi horror.
En El tío Tungsteno Sacks no sólo recuerda los acontecimientos de su infancia sino que nos hace partícipes de su amor por la Química. De su mano conocemos la historia de los elementos y descubrimos la tabla periódica como si nos la presentaran por primera vez. Si no leí más libros de Química aquel año fue porque en el horizonte tenía las oposiciones y debía estudiar Matemáticas. No hay tiempo para todo. Pero desde que lo leí he fantaseado con colocar una tabla periódica en la pared del despacho. Quizás lo haga ahora. Para recordar de qué estamos hechos. Para recordar a Oliver Sacks.


El segundo libro que leí de Sacks fue Con una sola pierna. También es autobiográfico. Relata el accidente que tuvo caminando por una montaña noruega en el que se rompió una pierna. Estaba solo en un paraje solitario y sin poder caminar ni comunicarse con nadie.
Nunca me había sentido tan solo, tan perdido, tan abandonado, tan absolutamente privado de ayuda. No había caído en la cuenta hasta entonces de lo aterradora y peligrosamente solo que estaba. Cuando subía retozando monte arriba no me había sentido "solo" (nunca me siento solo cuando lo paso bien). No me había sentido solo mientras examinaba mi lesión (y me di cuenta del alivio que había sido aquella "clase" imaginaria). Pero, de pronto, me asaltaba la conciencia aterradora de mi soledad.
"Qué bien se está aquí", pensé para mí. "Podría descansar un poco..., quizás me viniera bien echar un sueñecito."
El presunto sonido de esta voz interior suave e insinuante me despertó de pronto, me despejó y me alarmó muchísimo. Aquel no era un lugar agradable para descansar y dormir un poco. La sugerencia era peligrosísima y me llenó de horror, pero su tono suave y seductor me acunaba.
"No", me dije con fiereza. "Quien habla es la muerte... con su voz de sirena más dulce y mortífera. ¡No la escuches ahora! ¡No la escuches nunca! Tienes que seguir, te guste o no. No puedes descansar aquí..., no puedes descansar en ningún sitio. Tienes que hallar un ritmo que puedas mantener y debes mantenerlo sin parar"
Esta voz buena, esta voz de "vida", me animó y me dio fuerzas. Cesó el temblor y también el desfallecimiento. Me puse en marcha una vez más y no volví a desfallecer.
Y vinieron entonces en mi ayuda la melodía, el ritmo y la música. Antes de cruzar el arroyo, había avanzado a base de músculos, moviéndome a base de fuerza, con mis brazos, muy vigorosos. Ahora digamos que avanzaba a base de música. No era algo que yo me imaginase. Me sucedió.
Al final, ya lo sabemos, Oliver Sacks no murió ese día. Se convirtió en un convaleciente con una pierna rota. Había atravesado el espejo y de ser un doctor que trata a pacientes se transformó en un paciente tratado por doctores. Un mal paciente, impaciente, tozudo. La rehabilitación fue complicada y de eso trata el libro.
Hojeo mi ejemplar y no encuentro ninguna sorpresa entre sus páginas. No recuerdo dónde ni cuándo lo compré. 14.42 € fue su precio. Está escrito a lápiz. Todavía se puede leer, borrado, el precio anterior: 2400 pesetas. La equivalencia es exacta (un euro = 166 pesetas) por lo que intuyo que lo compré y lo leí en 2002, recién instaurado el euro. Tres libros en tres años. 2001, Un antropólogo en Marte; 2002, Con una sola pierna; 2003, El tío Tungsteno. ¿Qué pasó después? Seguí comprando sus libros (creo que tengo todos los que han sido traducidos) pero no encontré el momento de leerlos. He leído historias sueltas de El hombre que confundió a su mujer con un sombrero y comencé Diario de Oaxaca cuando vivía en Cuenca (ver imagen) pero me pudo la botánica.

Encontré la flor tirada en el suelo. Llevaba el libro en la mochila. Me gustó la coincidencia de tonalidades y realicé esta composición en
la plaza Mayor de Cuenca. Era mi época de fotógrafo artista.
Cuando estuvimos en Nueva York busqué la casa de Oliver Sacks en Horatio street. Una calle agradable entre Chelsea y el Village. Curioseé por los buzones pero no di con su nombre. En el improbable caso de haberlo encontrado me hubiera hecho una foto en su portal. Mi intención no iba más allá.

Lo bueno de los escritores es que nunca mueren mientras tengamos a disposición sus libros. Siento la muerte de Oliver Sacks pero sé que todavía tiene mucho que contarme y enseñarme. Ahí están en la estantería Despertares, Los ojos de la mente, Musicofilia, La isla de los ciegos al color... su autobiografía que próximamente será publicada en español. Por no hablar de las relecturas. Ganas me están entrando de volver a leer El tío Tungsteno tras hojearlo para escribir esta entrada. Hace dos años mencioné en este blog un artículo que publicaba Oliver Sacks a punto de cumplir ochenta (el año de mercurio, que es el elemento número ochenta de la tabla periódica). Ojalá llegue yo a mercurio, plomo, polonio e incluso uranio con las mismas ganas. Si llego me seguiré acordando de Oliver Sacks.
A los 80 se cierne sobre uno el espectro de la demencia o del infarto. Un tercio de mis contemporáneos están muertos, y muchos más se ven atrapados en existencias trágicas y mínimas, con graves dolencias físicas o mentales. A los 80 las marcas de la decadencia son más que aparentes. Las reacciones se han vuelto más lentas, los nombres se te escapan con más frecuencia y hay que administrar las energías pero, con todo, uno se encuentra muchas veces pletórico y lleno de vida, y nada “viejo”. Tal vez, con suerte, llegue, más o menos intacto, a cumplir algunos años más, y se me conceda la libertad de amar y de trabajar, las dos cosas más importantes de la vida, como insistía Freud.
Cuando me llegue la hora, espero poder morir en plena acción, como Francis Crick. Cuando le dijeron, a los 85 años, que tenía un cáncer mortal, hizo una breve pausa, miró al techo, y pronunció: “Todo lo que tiene un principio tiene que tener un final”, y procedió a seguir pensando en lo que le tenía ocupado antes. Cuando murió, a los 88, seguía completamente entregado a su trabajo más creativo.
Mi padre, que vivió hasta los 94, dijo muchas veces que sus 80 años habían sido una de las décadas en las que más había disfrutado en su vida. Sentía, como estoy empezando a sentir yo ahora, no un encogimiento, sino una ampliación de la vida y de la perspectiva mental. Uno tiene una larga experiencia de la vida, y no solo de la propia, sino también de la de los demás. Hemos visto triunfos y tragedias, ascensos y declives, revoluciones y guerras, grandes logros y también profundas ambigüedades. Hemos visto el surgimiento de grandes teorías, para luego ver cómo los hechos obstinados las derribaban. Uno es más consciente de que todo es pasajero, y también, posiblemente, más consciente de la belleza. A los 80 años uno puede tener una mirada amplia, y una sensación vívida, vivida, de la historia que no era posible tener con menos edad. Yo soy capaz de imaginar, de sentir en los huesos, lo que supone un siglo, cosa que no podía hacer cuando tenía 40 años, o 60. No pienso en la vejez como en una época cada vez más penosa que tenemos que soportar de la mejor manera posible, sino en una época de ocio y libertad, liberados de las urgencias artificiosas de días pasados, libres para explorar lo que deseemos, y para unir los pensamientos y las emociones de toda una vida. Tengo ganas de tener 80 años.

lunes, 20 de julio de 2015

La semana de Bob Dylan

Es la razón por la que nos quedamos en Córdoba a pesar de la riada de calor que llevamos soportando hace días y a pesar de que mis suegros clamaban por sus nietos, a quienes no veían desde Navidad. Estuvimos esperando a Bob Dylan. Hace once años ya pasó por aquí, embarcado en esa gira perpetua en la que vive. En aquella ocasión no me apunté. Y me alegré maliciosamente cuando leí las críticas negativas de los conciertos de aquel verano. "Eso ya lo sabía yo".


Cuando tenía 21 años compré un CD recopilatorio de canciones de Bob Dylan. Lo hice siguiendo la pista de Mr. Tambourine Man, canción que se mencionaba en una película que había visto en el cine unos días antes. Vivía en el extranjero y era una época de descubrimientos, incluidos los musicales. Había dejado en casa todas mis cintas para obligarme a escuchar cosas nuevas (me limitaba a rock español, Beatles y poco más). Y qué mejor que empezar por los clásicos. Como no tenía idea ni criterio me dejaba llevar por referencias cinematográficas y literarias. En esa misma tienda de segunda mano compré otro CD recopilatorio, en este caso de Lou Reed, tras leer El Jinete Polaco. Ahora que lo pienso, lo raro es que no comprara nada de The Doors. Imagino que no tenían.

El caso es que escuché el CD de Bob Dylan y no pude con él. ¡Esa voz! Ya digo que era una época de descubrimientos y no entraba en mi cabeza dedicar algo de tiempo a lo que no me gustara de inmediato (esa filosofía la mantengo, aunque matizada. A veces doy una segunda o tercera oportunidad si creo que merece la pena). De manera que guardé el CD como un souvenir de aquel año, sin escucharlo jamás.


Hace poco escribía Muñoz Molina en su blog acerca de la influencia que tuvo el cine en su educación musical. Para mí ha sido importantísimo. El primer disco de jazz que compré fue la banda sonora de Acordes y desacuerdos, seguido de la banda sonora de El talento de Mr. Ripley... y así podría seguir hasta afirmar que el primer disco de Bob Dylan que compré y escuché fue la banda sonora de Chicos prodigiosos. Sólo tres de las trece canciones son de Dylan. Y sólo una, Things have changed, me gustaba cuando lo compré. De hecho, las otras dos canciones, Not dark yet y Buckets of rain, eran las únicas que no me gustaban y si podía las saltaba con el reproductor. Pero el disco era muy bueno y no siempre tenía el botón del reproductor a mano. Así que escuchándolas una y otra vez, primero dejaron de molestarme y después incluso empezaron a agradarme.

En otoño de 2005 confluyeron dos sucesos que me acercaron definitivamente a Dylan: empecé a salir con Sonia y se estrenó del documental No direction home dirigido por Martin Scorcese. Yo no sabía nada de la vida (y obra) de Bob Dylan. Tampoco tenía interés en conocerla. Vi el documental por casualidad, porque lo emitieron por Canal+ un fin de semana que pasé en casa de mis padres. Había leído buenas críticas y era de Scorcese. Parecía un buen plan. Me encantó tanto la película (que se me hizo corta a pesar de durar 3 horas y media) como la historia que contaba. Me encantó el personaje de Bob Dylan. Admiré su genio y su valentía (aunque su voz...). Y me sorprendió comprobar que Like a rolling stone estaba incluida en el disco recopilatorio que me había comprado diez años antes. Había escuchado la canción sin percatarme de su grandeza. La tenía en un disco y ni siquiera era consciente de ello. Hasta ese momento.

Sonia me pidió que le grabara algunos de los discos que tenía en el apartamento de Azuqueca. De entre todos, el que más puso en esos primeros meses fue la banda sonora de Chicos prodigiosos. La música de Bob Dylan nos acompañó desde el inicio de nuestra relación. Tres años más tarde, cuando nos instalamos en Córdoba, descubrió el disco-souvenir de Dylan y lo rescató de la segunda fila de la estantería. A ella le gustó desde el primer momento. Vimos el documental de Scorcese… e incluso le regalé el libro de Greil Marcus Like a rolling Stone. Bob Dylan en la encrucijada.

Sonia dice que le gusta Bob Dylan gracias a mí (a mis discos más bien). Yo tengo claro que me gusta Bob Dylan gracias a ella. No sólo porque ha sido ella quien ha puesto mis discos, sino porque Sonia trajo consigo Radio3, San Javier y tanta buena música que ha educado mi oido y me ha permitido disfrutar de la voz de Dylan (sí, sí, de la voz también).


Así que no dudamos en asistir al concierto de Bob Dylan en Córdoba. A pesar de su precio (sesenta euros, el equivalente a cuatro conciertos de San Javier), a pesar de que suponía retrasar el viaje a Cartagena, a pesar del mal sabor de boca que dejó en 2004 (¡y ahora es once años más viejo!), a pesar del vídeo The night we called it a day con que promociona su último disco, a pesar de todo eso y más, Sonia fue a por las entradas el primer día que se pusieron a la venta.

Como sabíamos que Dylan no se recrea en sus viejas canciones, compramos el último disco, el de las versiones de Sinatra (no está disponible en Spotify). La primera vez que lo escuchamos nos dio la risa imaginando el conciertazo. Pero poco a poco nos fue enganchando. Dura 35 minutos y es ideal para ponerlo al finalizar el día, cuando los niños están (por fin) dormidos y nos sentamos un rato en el salón para leer y charlar. Cuando ya creíamos estar preparados para el concierto llegó Dylan a España y nos pilló con el paso cambiado.

He leído todo lo que he encontrado sobre esta última visita. Opiniones, valoraciones, reportajes, crónicas, reseñas de los conciertos de Barcelona, Zaragoza, Madrid, Granada, Córdoba y San Sebastián. Tras el concierto de Barcelona me hice una playlist de los temas que iba a tocar. Y para nuestro asombro, sólo dos eran del último disco. La mayoría eran del anterior, Tempest. En cuatro días nos pusimos a tono gracias al uso intensivo de Spotify. La verdad es que el nuevo repertorio estaba por encima de nuestras expectativas. También las críticas de los periódicos, mayoritariamente favorables (en realidad unánimemente favorables en lo referente a la música; algunos periodistas criticaban el carácter huraño del cantante y su negativa a cantar sus canciones más conocidas o a que le hagan fotos. Estos periodistas creen que Dylan es un cascarrabias que se deleita fastidiando a la gente). Los dos textos que, en mi opinión, mejor representan la realidad del Bob Dylan actual son los firmados por Fernando Navarro en El País y Manuel Alberto P. en El Independiente de Granada. Recomiendo su lectura.

Fotografía del concierto de Córdoba. Tomada de aquí.

A las diez en punto sonó un gong y salieron los músicos al escenario. Era emocionante verlo tan cerca, a escasos diez metros (conté once cabezas entre Dylan y nosotros, con una visión central como la de la imagen). Se me puso la piel de gallina cuando, sin más presentación ni anuncio (aunque ya sabía que era la primera canción que toca en los conciertos), sonó Things have changed.
A worried man with a worried mind 
No one in front of me and nothing behind 
There’s a woman on my lap and she’s drinking champagne
Got white skin, got assassin’s eyes 
I’m looking up into the sapphire-tinted skies 
I’m well dressed, waiting on the last train 


Yo siempré entendí there´s a woman on my left. Pasé mi brazo por la cintura de Sonia. Tantas veces escuchamos la canción desde que nos conocimos. Ese momento fue mágico y el concierto magnífico.

No entiendo la polémica que hay en los medios en torno a la figura de Dylan. No entiendo que haya gente que se queje porque no cante sus primeros éxitos. Cualquiera, a estas alturas de su carrera, sabe que no lo hace y no lo va a hacer. ¿Qué sentido tiene comprar una entrada cara y sentirse después decepcionado porque no ha tocado Like a rolling stone o porque canta fatal? Es la misma voz de siempre. Creo que la polémica se origina porque hay gente que se gasta el dinero para ver a Bob Dylan (porque es un mito, porque es famoso, porque vaya usted a saber la razón...). Pasados cinco minutos de concierto ya lo tienen visto (objetivo cumplido) y les quedan todavía dos horas para escucharlo. Es la penitencia para poder presumir de haber visto a Bob Dylan. No todos los grandes de la música popular son igual de accesibles. Louis Armstrong llega con más facilidad que Miles Davis. La música de los Beatles, al menos parte de ella, le gusta a cualquiera (y esto no es ningún menoscabo. Habla un beatlemaníaco de pro) cosa que no sucede con la de Bob Dylan. Yo he necesitado veinte años y a Sonia para educar mi oido y aprender a disfrutarla.

La última canción del concierto fue Love Sick. No la conocía hace tres semanas y ahora me viene a la mente con insistencia. He tardado en subirme al carro, casi me lo pierdo, pero voy camino de convertirme en otro dylaniano más.


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domingo, 14 de diciembre de 2014

Bob Cratchit. (Navidad 3)

Falta todavía una semana para el comienzo de las vacaciones y ya he recibido el primer regalo navideño. Ha sido tan inesperado como providencial. El otro día le comenté a Sonia que, de lo cansado que estoy, ni siquiera me animo pensando en las fiestas navideñas, es más, que este año las veo venir como un elemento de estrés añadido. Que si viajes, que si los niños están malos (desde hace tres semanas se van turnando entre bronquiolitis, procesos asmáticos, malas noches, etc.), que si hay que comprar las sorpresas y los regalos, que si hace frío y no podemos salir, que si... Eso sin contar todo el trabajo que estoy dejando para "cuando tenga tiempo" y que irremediablemente tendré que haber hecho antes de regresar a las clases en enero. Las navidades se presentan como tres semanas llenas de obligaciones y plazos de entrega.

El miércoles estaba en la sala de profesores trabajando con el ordenador. Eduardo, sí, sí Eduardo... dos compañeros me están mirando con una sonrisa enigmática y esperan una respuesta de mi parte. ¿Perdón? Estaba tan absorto en la redacción del documento que no me he enterado de nada. ¿De qué habláis?

Este año se ha creado un grupo de teatro en el instituto. Lo dirige un profesor de informática con experiencia en otros grupos de aficionados. De hecho, una obra montada por él acaba de recibir dos premios en un certamen provincial. Como opera prima se decidieron por una adaptación del cuento de Navidad de Charles Dickens y estrenarla la semana previa a las vacaciones navideñas. Todo un acierto.

Sé que es injusto asociar Dickens a la Navidad. Su obra no se circunscribe a su célebre cuento. Pero yo no puedo evitar la asociación. Sólo he leído a Dickens en Navidad. Ya no recuerdo si la primera vez lo hice de forma intencionada o por casualidad. En la Navidad de 1998, la que pasé en Finlandia, leí "Historia de dos ciudades". Me gustó. Y decidí incorporar una lectura de Dickens a los rituales navideños, como escuchar a Bing Crosby o disfrutar una vez más de "Qué bello es vivir".
En 1999, viviendo en Barcelona, no cumplí con este propósito, ni tampoco en 2000. La siguiente novela de Dickens la leí en las navidades de 2001. Fue "Oliver Twist" (Aventuras de Oliverio Twist, es el título de mi ejemplar). A lo mejor la novela no es tan mala ni tan deprimente como me pareció. Puede que el deprimido fuera yo. Me acababa de divorciar y recurrir a Dickens era un intento de conservar las cosas buenas que había descubierto con Johanna. Pero "Oliver Twist" fue una mala elección. Años después, un día de diciembre, vi con Sonia la película de Polanski en un cine de Madrid y siguió sin gustarme la historia. Aún así la película removió algo en mi interior porque en esa Navidad, la de 2005, leí "David Copperfield" y en la de 2006 cayó por fin "Un cuento de Navidad".

- Lo harías muy bien -me dice H, Scrooge en la obra-. Sólo te tienes que aprender una frase.
- H. no lo engañes. Bob es el personaje que más texto tiene después de Scrooge. -le corrige A, el director teatral.
- ¿Pero de qué habláis?
P, el profesor que iba a interpretar a Bob Crachit, el empleado de Scrooge, se ha indispuesto repentinamente y parece que no se va a recuperar para el martes, fecha del estreno. Se requiere a un sustituto de urgencia y, mira por donde, se han cruzado conmigo en plena búsqueda desesperada.
- ¿Qué tendría que hacer?
- Esta tarde te mando el guión, el viernes ensayamos de 5 a 7 y el sábado, a partir de las 10.30, es el ensayo general.
- Lo tengo que pensar -me viene a la mente todo el trabajo que tengo en esta semana de evaluaciones. También Sonia tiene mucho trabajo y no va a poder avanzar si se queda sola con los niños-. Esta tarde te contesto.
- Sonia resopla pero no pone reparos- El trabajo, al final, se hace. Y se ve que te hace ilusión.

Me hace mucha ilusión. Supongo que habría aceptado la propuesta sin importarme el personaje o la obra, sólo por probar la experiencia de actuar y por evitar cancelar el estreno tras dos meses de ensayo. Pero es que estamos hablando del cuento de Navidad de Dickens. Si me hacía ilusión ver la obra (insistí mucho en que hubiera una función para los profesores, no sólo para los alumnos), no digo ya interpretar en ella el principal personaje secundario.

El ensayo del viernes me sirvió para memorizar el texto y poco más. El sábado me sentí más cómodo y creo que no lo hice mal. Al menos en lo que a la entonación del texto se refiere. Me falta trabajar la expresión corporal. Afortunadamente la mayor parte del tiempo estoy sentado (en la mesa de trabajo o en la mesa del comedor de mi casa) y así es más fácil disimular que no sé qué hacer con mis brazos y mis manos. En el trabajo me dedico a hacer anotaciones en el libro de cuentas. En mi casa juego con Tiny Tim, lo acompaño a la mesa y me siento a comer. Lo difícil es cuando me encuentro a Scrooge en la calle (final de la obra) o cuando estamos dialogando de pie en la oficina. Ahí me olvido de que tengo brazos y se quedan rígidos e inmóviles. Dado que no hay más ensayos en los que poder mejorar este aspecto, no sé si dejarlo tal cual o intentar practicar por mi cuenta algún tipo de brazada. El remedio puede ser peor que la enfermedad. Por lo demás, no es difícil meterse en la piel de Bob Cratchit. Le gusta la Navidad, como a mí; le gusta estar con su familia, como a mí; es un entusiasta encubierto, como yo. Incluso las dudas y el titubeo que muestro en el escenario cuando comienza la función debido a mi falta de tablas pueden parecer un rasgo de carácter de Bob, que se siente intimidado ante la regañina de Scrooge. Así que trabajo de interpretación hago poco. Interpreto una variación no muy lejana de mí mismo.

To play. Los ingleses sí que saben. Jugar, tocar música, interpretar un personaje. Todo recogido en el mismo verbo. Hacer teatro es retroceder a la infancia. Es jugar a ser otra cosa con toda la seriedad con la que los niños se toman los juegos. En este fin de semana de ensayos teatrales he sacado unas apresuradas impresiones acerca del oficio de actor, que reafirman lo que tantas veces he leído en entrevistas:
  • La importancia del director. Los actores somos seres inseguros. Es fundamental un buen director que nos guíe con instrucciones precisas y nos dé la confianza necesaria para hacernos con el personaje, para que nos lo creamos. A. es un gran director. Sé que no he trabajado con ningún otro y no puedo comparar, pero no puedo imaginar a alguien haciéndolo mejor. El simple hecho de haber convencido a una docena de personas a dedicar una tarde a la semana para jugar al teatro ya muestra su talento.
  • Un buen actor hace buenos a los demás. H. hace un papelón con Scrooge. Ya lo suponía, por eso tenía tanto interés en ver la obra. Pero la realidad supera las expectativas. En el ensayo general del sábado se me puso la piel de gallina durante la escena del cementerio, cuando Scrooge lee su nombre en la lápida y suplica al espíritu: ¿por qué me haces esto? Ya no soy así. He cambiado. Increíble.
    En las escenas que comparto con él no me cuesta creerme Bob porque estoy todo el rato viendo a Scrooge no a H (un compañero con el que tengo mucho trato diario). En cambio, cuando la cena familiar, me cuesta creerme Bob porque en ningún momento veo a mi mujer sino a P, la profesora que interpreta (mal) ese papel. Toda la escena me parece falsa.
  • Me llevo el papel a casa. Muchos actores se quejan de esto, especialmente si interpretan a personajes tortuosos y difíciles. En mi caso es una bendición. Me he impregnado de Bob Cratchit hasta la médula y es como si me hubieran inyectado una dosis doble de alegría. Adiós agobios y agotamiento. A disfrutar de lo que nos toca en cada momento. Y, sobre todo, ¡Feliz Navidad!
El martes estrenamos la obra por la tarde. Se ha hecho un hueco en las sesiones de evaluación para que nos puedan ver los profesores y familiares que quieran. El miércoles hacemos doble función por la mañana para los alumnos. Sólo espero no desentonar demasiado con la línea de grandes actores que se han puesto en la piel de Bob Cratchit. Desde la rana Gustavo a Mickey Mouse.




sábado, 26 de julio de 2014

La huella sonora

En la banda sonora de mi vida ningún músico ha tenido la presencia constante de Santiago Auserón. Otros me han gustado más, me han emocionado más, pero ninguno me ha acompañado desde mi niñez hasta ahora mismo, sin dejar nunca de escucharlo.

Octubre 1984 - Junio 1988. O lo que es lo mismo desde 5º a 8º de EGB. Lo que duró en antena La bola de cristal. Final de la infancia. Y aunque el protagonismo se lo llevara Alaska, los electroduendes, la pandilla, la familia Monster, Javier Gurrucha o incluso el dúo Reyes - Carbonell, ahí estaban ya las canciones y la voz inconfundible de Santiago Auserón para incrustarse en la memoria.


Y las letras. Tan cuidadas y evocadoras. Si no, hay tenemos el ejemplo de No se ría de la bruja Avería, uno de los personajes más subversivos del programa. ¡Viva el mal, viva el capital!
No se me ocurriría reírme de la bruja Avería pero me parto con el siguiente vídeo. Auserón siempre ha tenido un punto chuleta que forma parte de su encanto pero aquí se pasa de rosca:


Verano de 1990. Dos años en esas edades es todo un mundo. De hecho, me parece otra vida. Acabamos de mudarnos y el instituto no tiene nada que ver (afortunadamente) con el colegio. En un mercadillo callejero que se ponía dos veces por semana en mi nuevo barrio compré una cinta (pirata, pero yo no lo sabía) de Radio Futura. Fue una mis primeras adquisiciones musicales y si no me falla la memoria la última cinta. Luego me pasé al vinilo (mis padres consiguieron una cadena, antes sólo teníamos radiocasette) y enseguida llegó el CD.


Ese verano sólo escuché la cinta de Veneno en la piel y otra que me grabó el hijo de unos amigos de mis padres con canciones de los Beach Boys. Pasaba de A a B y de B a A. No había más. Tampoco escuchaba mucha música. Quizás por eso este disco me trae recuerdos tan intensos de esos meses. La bicicleta recién comprada y con la que me iba por las mañanas a Almacenes Blanco y por las tardes al club. El piso, todavía sin amueblar del todo. Cambios y más cambios. Adolescencia.

A finales de verano asistí al concierto que Radio Futura dio en el patio de mi antiguo colegio. Fui con la pandilla del chaval que me había grabado a los Beach Boys. Eran un par de años mayores que yo. Quedar con desconocidos para ir a un concierto era toda una aventura. Un inexplorado espacio de libertad. Pero el concierto en sí me decepcionó. No sabría decir las causas tantos años después. Supongo que la principal es que yo no conocía nada de Radio Futura aparte de su último trabajo. Además, estábamos lejos del escenario. Me aburrí un poco durante la actuación. Eso sí, durante mucho tiempo guardé la entrada en mi cartera y supongo que todavía la conservo en la vieja caja de recuerdos.

Verano de 1992. Ya escuchaba un poco más de música. Sobre todo española. Mi grupo favorito era Gabinete Caligari pero ese verano escuché hasta la saciedad El directo de Radio Futura. Compré el vinilo y lo grabé en una cinta que ponía a todas horas. Buscaba Escuela de calor y encontré Luna de agosto, El tonto Simón, No tocarte... ahí fue cuando me hice fan de Radio Futura y empecé a buscar todo lo relacionado con el grupo. Justo en el momento en que anunciaban su disolución.


Poco a poco fui comprando sus primeros trabajos: La canción de Juan Perro, De un país en llamas, Música moderna... Todos me gustaban. En las cintas que grababa para las fiestas con mis amigos siempre incluía un par de canciones de Radio Futura. Una conocida (Escuela de calor, Enamorado de la moda juvenil, Veneno en la piel, 37 grados) y otra no. Esta última solía ser En un baile de perros. Una vez me sentí estupendo y grabé Dance usted, aún sabiendo que no era el tipo de canción que gustase a mis amigos. ¡Pero yo también tenía que aguantarme con las que ellos ponían, casi ninguna de mi agrado! Además, para alguien tan poco dado al bailoteo como yo, la letra era todo un mensaje de ánimo. Ya sabes:
Primero olvide el miedo y luego mueva un dedo... muy despacio
Libere la presión interior para salir al espacio
No pierda una sola ocasión
Use el cuerpo en otra dimensión...

Mi canción favorita era La estatua del jardín botánico. Nunca la grabé para ninguna fiesta. Era de disfrute privado. Lo que sí hacía a veces era pedirla en los pubs que frecuentaba. Estas peticiones las hacía a través de mi novia. No por timidez, sino porque tenía comprobado que los pinchadiscos sólo hacen caso a las chicas. A mí me ignoraban por completo. Hace tiempo que no la escucho y me emociono al recordar la letra:
Un día más me quedaré sentado aquí
en la penumbra de un jardín tan extraño.
Cae la tarde y me olvidé otra vez
de tomar una determinación...
Verano de 1994. Un verano horroroso. Hice prácticas en una oficina de la Caja Provincial de Ahorros de Córdoba durante los meses de julio y agosto. El horario era de 8.00 a 15.00. Me incorporé el uno de julio, antes de terminar los exámenes de final de curso. El día cuatro me tenía que presentar al final de Derecho Mercantil... y lo suspendí.
Lo peor de las prácticas no es que tuviera que trabajar en verano. ¡Lo peor es que no tenía que trabajar! Las prácticas estaban vacías de contenido. Mis obligaciones eran ninguna y tampoco podía ayudar porque, al parecer, "no estaba preparado" para ponerme en una caja. ¿Entonces para qué me quieren aquí?

Al cabo de un par de días hablé con el director de la oficina. Le pedí que contactara con Recursos Humanos para que me trasladaran a otro puesto en el que pudiera ser de más utilidad (o mejor dicho, de alguna utilidad). El hombre fue claro: las prácticas de los alumnos de segundo son así en todas las oficinas. ¿Entonces por qué solicitan estudiantes? Por marketing, por convenio con la universidad, vaya usted a saber. No había tu tía. Ese es el horror que me esperaba: siete horas sin hacer nada, sentado en la mesa tras una ventanilla cerrada, día tras día durante dos meses.

Lo que debería haber hecho es hablar con los responsables de la universidad, denunciar la situación y marcharme a casa. Ni se me pasó por la cabeza. No tenía por entonces el cuajo ni la iniciativa suficiente. Mi único gesto de rebeldía consistió en rechazar el sueldo que me ofrecían. Fue un gesto intuitivo, no razonado. Doné las 50.000 pesetas a una cuenta abierta que había para ayudar a las víctimas del conflicto en Ruanda. No lo hice por generosidad. Es que no quería venderme tan barato. 50.000 pesetas están muy lejos de ser sufientes para compensar un verano de mierda.
Porque ese verano fue una mierda. Así de feo. No contento con perder el tiempo por las mañanas, también lo perdí por las tardes. Mis padres habían comprado un ordenador y, para rentabilizar la inversión, me apuntaron a clases de informática. Curso intensivo. Todas las tardes. Eran los tiempos del MS-DOS. Y tras pasar así los meses de julio y agosto me esperaba septiembre con su insoportable Derecho Mercantil. Brrrrrr!!!

Pero vayamos al grano que me enrollo. Regresemos a la sucursal bancaria. El mostrador de atención al público formaba una especie de L. En la parte frontal había tres ventanillas y en la parte lateral había una ventanilla y el despacho del director. El mostrador estaba protegido con un cristal blindado hasta el techo que abarcaba todo el frontal y el lateral hasta el despacho del director, oculto a la vista del público. A mí me asignaron la ventanilla lateral. Los primeros días se acercaban los clientes a preguntarme por alguna gestión. Al poco dejaron de hacerlo. Se acostumbraron a verme como parte del mobiliario.
¿Y qué hacía yo siete horas sentado en aquella ventanilla? (en realidad eran seis porque disponía de media hora para salir a desayunar y dedicaba otra media hora a archivar documentos). Al principio, maldecir mi mala suerte e idear atracos perfectos mientras observaba lo que ocurría tras el cristal blindado de mi reclusión. Pronto descubrí una vieja máquina de escribir y pedí permiso para usarla. En el mes de junio me había apuntado a clases de mecanografía. Nada. Apenas dos semanas. Lo justo para saber donde colocar las manos y qué dedo debe pulsar cada tecla. Decidí practicar lo aprendido en aquella máquina de escribir. Vale, ya tengo la máquina. ¿Y ahora qué escribo? 
wwwfffjjjiiilllxxxmmm.
Esto no tiene sentido. Mejor intentar escribir frases.
Mi mamá me mima.
El banco me aburre.
No sigamos por ahí que además de ridículo puede llegar a ser embarazoso si alguien echa un ojo a mis papeles. Surje la idea: escribir letras de canciones. Estupendo. Lo ideal es copiar canciones con mucha letra. Si supiera inglés copiaría el cancionero de Bob Dylan, pero con mis conocimientos de 1994 no había mejores candidatas que las canciones de Radio Futura. Me las sabía de memoria y contaban con más versos y estrofas de lo habitual en los grupos de rock españoles. No me limitaba a Radio Futura. También copié canciones de Gabinete, Loquillo, La frontera, 091, de los scouts... seis horas diarias durante dos meses, aun con el ritmo torpe del principiante, dan para muchas canciones. Pero ya digo que mis favoritas eran las de Radio Futura. Y de entre ellas, la número uno, la que copié más veces, al menos una vez al día, es la que empieza con Dime dónde vas, dime dónde vas...


Junio de 2007.  Sólo tres años y ya había cambiado de vida otra vez. Un año en el extranjero había ampliado mis horizontes, incluidos los musicales, hasta donde no habría imaginado tras el cristal blindado de la oficina siniestra. Faltaban pocos días para que viajase a Finlandia por primera vez. Allí me espera Johanna. Juan Perro, la nueva encarnación de Santiago Auserón, da un concierto en la ciudad y mi hermana sugiere que vayamos a verlo. Está de gira presentando su último trabajo, La huella sonora. El primer single del disco, A la media luna, es muy bueno. Tengo el CD. No recuerdo si lo compré o me lo regalaron (pido disculpas si se trata de esto último). Lo que sí recuerdo es que no me gustó demasiado. Una canción estupenda y el resto no me decía nada.


Una calurosa noche de ese mes Elena y yo vimos actuar a Santiago Auserón (nunca le llamamos Juan Perro, lo siento) en una explanada del interior del Alkazar de los Reyes Cristianos. Fue una noche memorable. Un acontecimiento especial compartido con mi hermana en el momento en el que estábamos dejando, poco a poco, de vivir bajo el mismo techo. Recuerdo que no había mucho público (yo sólo había ido a conciertos de plaza de toros abarrotada) y pudimos acercarnos al escenario. Desde esa cercanía me llamó la atención la barriguita cervecera que lucía el que fuera flaco cantante de Radio Futura. Qué viejo está, pensé.
En lo musical el concierto fue un pequeño fiasco. El problema es que yo quería escuchar a Santiago Auserón y allí el que actuó, tal y como estaba anunciado en el cartel, fue Juan Perro, cuyo trabajo ni conocía ni me atraía. Aquello pareció ser el punto final. Me marché a otra ciudad, y luego a otra, y luego a otra, y regresé a Córdoba, y me volví a marchar a otra ciudad, y luego a otra. Y durante todo ese tiempo dejé de escuchar la voz de Santiago Auserón. Otras muchas voces, casi todas nuevas para mí, ocuparon mi atención.

Año 2006. El tiempo futuro imposible de preveer en aquel lejano concierto de Juan Perro. El tiempo pasado que cimentó mi presente actual. El año que Sonia y yo nos dimos cuenta de que lo nuestro iba en serio. El año en que aprobé las oposiciones. El año en que Santiago Auserón recuperó su nombre bautismal para, en compañía de su hermano, sacar un disco de versiones.

Dos terceras partes de Radio Futura tocando rock. Nada de ritmos cubanos. Aquello prometía. Y cumplió con creces. Es un disco magistral que no he dejado de escuchar desde hace ya ocho años. Que no dejamos de escuchar, mejor dicho. Porque Sonia comparte mi entusiasmo y muchas veces lo hemos puesto en el coche. Hasta Héctor se ha apuntado al carro. Esta tarde estaba cantando Suéltame (Set me free, The Kinks) mientras coloreaba unos dinosaurios.


Se podría decir que es fácil sacar un buen disco partiendo de canciones que son clásicos indiscutibles. Yo pienso lo contrario. Es complicadísimo conseguir lo que los hermanos Auserón han hecho en este disco: que las versiones sean tan personales como fieles al original. Completamente diferentes y sin embargo amoldándose al clásico que guardamos en la memoria. Eso sin mencionar el increíble trabajo que han hecho con la traducción de las letras. Traducir al español el texto, manteniendo su significado original e incluso su sonoridad (Suéltame suena parecido a Set me free, cuando la traducción más esperada hubiera sido Déjame, mucho más sosa en todos los sentidos) y aún así encajando perfectamente en la melodía. En mi opinión Las malas lenguas es un disco que justifica por sí solo la carrera de un músico. Hay que tener mucho valor y mucha confianza en uno mismo para atreverse a versionar, traduciendo al castellano, una canción como Hard to handle. Y hay que tener mucho talento para coronar con éxito la empresa. He aquí el resultado. Primero escuchemos la versión de Otis Redding:


Ahora comparemos la letra original con la traducción de Santiago Auserón. Se puede comprobar el esfuerzo por mantener el significado, las metáforas y la sonoridad (let me light your candle - que te dé candela en uno de los versos más endiablados y que Otis canta a toda galleta). Lo mejor de todo es que la nueva letra cabe en la misma canción, siguiendo el mismo ritmo y haciendo las mismas pausas (a pesar de que los monosílabos ingleses son sustituidos por polisílabos castellanos, acentuados siempre donde corresponde).
Baby, here I am
I'm the man on the scene
I can give you what you want
But you got to go home with me
I forgot some good old lovin'
And I got some in store
When I get to throwin' it on you
You got to come back for more
 

Boys and things that come by the dozen
That ain't nothin' but drug store lovin'
Pretty little thing, let me light your candle
'Cause mama I'm sure hard to handle, now, gets around


Action speaks louder than words
And I'm a man with a great experience
I know you got you another man
But I can love you better than him
Take my hand, don't be afraid
I wanna prove every word I say
I'm advertisin' love for free
So, won't you place your ad with me

Boys will come a dime by the dozen
But that ain't nothin' but ten cent love
Pretty little thing, let me light your candle'
'Cause mama I'm sure hard to handle, now, gets around


Baby, here I am
I'm a man on the scene
I can give you what you want
Just come go home with me
I forgot some good old lovin'
And I got some in store
When I get through throwin' it on
You got to come back for more

Boy will come a dime by the dozen
But that ain't nothin' but drug store love
Pretty little thing, let me light your candle'
Cause mama I'm sure hard to handle, now, yes around


Give it to me
I got to have it
Give me some good 'ole lovin'
Some of your good lovin'

Oye. Mírame bien, hace rato que no me hablas
Sé lo que está pasando aquí
porque tengo muchas tablas
Guardo amor del mejor en reserva para ti
Pruébalo y ya verás como vuelves a por más

Juguetitos hay por docenas
en la tienda que no valen ná
Déjame que yo te dé candela
ay nena, te juro que soy duro de pelar


Actos y menos hablar
yo soy un tipo con experiencia
Sé que te gusta tontear
pero yo no tengo paciencia
fuera el miedo, ven acá, dime donde hay que firmar.
Voy por ahí regalando amor y tú me intentas regatear

Juguetitos hay por docenas
en la tienda que no valen ná
Déjame que yo te dé candela
ay nena, te juro que soy duro de pelar


Oye. Mírame bien, hace rato que no me hablas
Sé lo que está pasando aquí
porque tengo muchas tablas
Guardo amor del mejor en reserva para ti
Pruébalo y ya verás como vuelves a por más

Juguetitos hay por docenas
en la tienda que no valen ná
Déjame que yo te dé candela
ay nena, te juro que soy duro de pelar

Oye
Yo quiero hablarte y quiero darte amor
Yo quiero darte amor, yo quiero darte amor
Yo quiero darte amor

Escuchemos ahora la versión de Santiago Auserón, interpretada con el punto de chulería necesario. Lo único que hecho en falta son los instrumentos de viento, que han sido sustituidos por el teclado y, claro, no es lo mismo.


Verano de 2014. Por fin llegamos al presente. Otro verano acompañado por la voz de Auserón. Su voz, tan familiar, resuena en mi interior mientras leo El ritmo perdido. No es una lectura fácil.
Teníamos [en la adolescencia] nuestro punto esnob, leíamos a Freud y a Castilla del Pino sin entender nada de nada (...). No entender nada era una situación normal por aquel entonces. Algunos le cogimos el gusto y seguimos practicando.

Cada vez que me encuentro con un libro impenetrable se convierte en un reto para mí y casi siempre acaba por gustarme, al cabo de unos años. (...) Después de varios intentos infructuosos, quizá realizados antes de tiempo, un día cae el velo, se despeja el camino, algo cede de pronto, uno admite como legítima toda libertad con el lenguaje, y prosigue la lectura riéndose a carcajadas. La dificultad intelectual y la risa tienen mucho que ver, en mi opinión.

Pues se ve que Auserón nos quiere hacer reír. Apabulla con referencias, notas a pie de página, nombres de músicos y estilos musicales olvidados y citas eruditas. Amante de las lecturas crípticas, es partidario de que sea el lector, con su atención activa, el que se gane el derecho a comprender el mensaje. El templo de la sabiduría no abre sus puertas fácilmente. Hay que merecer la entrada. Así, en el capítulo El gato encerrado hace un estudio antropológico, histórico y musical sobre la identificación de los animales con las personas. Todo para ocultar la razón por la que decidió ser Perro (razones literarias, alega, sin exponer cuáles). En el capítulo El panteón de la rumba se mete en berenjenales etimológicos (rombo-rumbo-rumba) y en explicaciones musicales de un tecnicismo que se escapa a un profano como yo. Abro una página de ese capítulo al azar y copio:
La clave de son incita a la continuidad, su fluir rítmico se aligera con cada repetición, se intensifica hasta llegar al montuno. Respecto a ella, la clave de rumba desplaza solamente una semicorchea en la tercera nota del segundo compás, creando un rincón imprevisto: esquina de sombra, silencio y golpe inmediato, sensación de alerta entre dos compases, ocasión para el gesto de felino al acecho.
Se produce un diálogo constante en mi cabeza entre lo que leo y lo que he escuchado durante tantos años. Empezando por el subtítulo del libro. Leo Sobre el influjo negro en la canción española y mi memoria responde Semilla negra. Leo:  
Ciertos patrones rítmicos duran más que un imperio, quizá más que una lengua, suscitan cuestiones comparables a los grandes asuntos geopolíticos, aunque no conocen fronteras. En ellos no está comprometida la propiedad de la tierra, ni el carácter de un pueblo. Son estructuras dinámicas que se fortalecen en la variación y el intercambio, células invisibles que no enferman ni hacen enfermar, pero se contagian como un virus de un cuerpo a otro.
Y mientras lo leo, en mi cabeza suena A cara o cruz:
Porque el amor es una enfermedad
que una vez contraída no se cura
Y por más que uno quiera perdura
y se contagia con facilidad
Antes de entrar en materia, Auserón esboza una breve autobiografía con recuerdos de su infancia y juventud que es un tesoro para sus seguidores. Para mí ha supuesto un redescubrimiento de su figura. Por lo pronto es mayor de lo que imaginé (No es que esté mayor, como pensé cuando lo vi de cerca en 1997, es que es mayor). Ayer cumplió sesenta años. Cuatro más que Jaime de Urrutia y Antonio Vega; cinco más que Carlos Berlanga; seis más que Loquillo y Julián Hernández; siete más que Germán Coppini, Carlos Segarra y Rafa Sánchez; ocho más que Álvaro Urquijo; nueve más que Alaska y Nacho Cano; diez años más que David Summers. De los músicos españoles que triunfaron con sus grupos en los años 80 sólo Manolo García, nacido en 1955, se acerca en edad a Santiago Auserón (1954).
De la vida de Auserón yo sólo conocía que había nacido en Zaragoza y que había estudiado Filosofía en París. Esto último me hizo creer que provenía de una familia de clase media acomodada. Error. Las circunstancias vitales de la infancia de Santiago Auserón tienen más en común con las de mis padres (sólo seis años mayores que él) o con la de Antonio Muñoz Molina (1956) que con las de sus coetáneos musicales. Muy joven tuvo que ponerse a trabajar. Lo hizo de delineante en la empresa en la que trabajaba su padre. Se sacó el Bachillerato por libre. Así lo cuenta:
Trabajando en el canal de El Granado, mientras vivía en Castillejos y en La Puebla, no tuve más posibilidades de estudiar que hacerlo por mi cuenta. Don Manuel, el maestro de escuela de Castillejos, me ayudó hasta cuarto de bachiller y luego renunció honestamente a cobrar por estudiarse los libros a la vez que yo. Me presentaba por libre a los exámenes en el instituto Ramiro de Maetzu de Huelva. Hasta entonces había sido un alumno mediocre, pero de pronto empecé a experimentar cierta avidez intelectual -cosa que de por sí no es particularmente loable-, y las dificultades para llevar adelante los estudios no hicieron más que servir de acicate. ¿Basta que el aprender deje de ser obligación impuesta para que se transforme en objeto de deseo? Bastaría, quizá, si la cultura fuese aceptada socialmente como placer u objeto de lujo, tan deseable para el adolescente como una moto o el primer automóvil. Por suerte o por desgracia no es así, casi nadie reconoce que el pensamiento viaja más rápido que los medios de transporte (...). Yo me consideraba como un trabajador que se atreve a aspirar al mayor lujo de los antiguos linajes, como un negro que en vez de soñar con adueñarse de la fábrica o pegarle fuego a los campos de algodón pasase directamente a saltar de nube en nube, quizá en pos de la procesión de los santos.
De Huelva trasladaron a su familia a Madrid. Allí continuó trabajando de delineante al tiempo que ingresó en la Facultad de Filosofía y Letras de la Complutense en horario nocturno. Parece el personaje de El guitarrista, la novela de Luis Landero (otro que es casi de su quinta).

En fin, que con la lectura del libro todavía inacabada nos dirigimos al auditorio Batel para presenciar el homenaje que el festival La mar de músicas concede a Omara Portuondo. El encargado de entregar el premio no es otro que Santiago Auserón / Juan Perro. Ahí estaba, tan envarado y nervioso como se aprecia en la foto, intimidado por la presencia de la diva:


Y yo, desde mi butaca, mientras disfrutaba de la estupenda orquesta Buena Vista Social Club, me asombraba de pensar que hace ya un cuarto de siglo que vi por primera vez actuar a este pedazo de artista. Otros me han gustado más, me han emocionado más, me han acompañado más, pero ninguno abarca un periodo tan amplio. Desde la infancia a la madurez. Y lo que queda por vivir. Porque ahora estoy preparado para adentrarme, de la mano de Juan Perro, en los ritmos cubanos, en la Zarabanda o en lo que proponga este músico filósofo y vagabundo.
Alabados sean los pies del viajero,
la huella sonora que persigo yo...

sábado, 19 de julio de 2014

Gloria eterna a los Kinks

Desde hace unos pocos años, tras la Semana Santa, suelo consultar periódicamente las páginas oficiales del festival de jazz de San Javier y el de la mar de músicas de Cartagena. Es una manera de adelantar las vacaciones veraniegas con promesas de futuros grandes momentos. Los primeros intentos son en valde. Sigue en cartel la programación del año anterior. Hasta que un día me llevo la sorpresa y la alegría de que por fin anuncian los artistas que van tocar este año. Esa noche (estas consultas las hago siempre por la noche) nos sentamos delante del ordenador como niños abriendo los regalos de los Reyes Magos.

Yo siempre les pido Van Morrison a los Reyes sin ningún éxito (me parece que Van Morrison va a ser como el Scaletrix, que me voy a hacer mayor sin que me lo traigan). Pero este año han dejado un regalo mucho mejor (y ya es difícil), algo tan increíble que ni siquiera se me ocurrió desearlo.

¿Ray Davies? ¿Pero es el Ray Davies que yo creo que es? ¿Todavía da conciertos? Ni siquiera estaba seguro de que continuara con vida. Sí, sí y sí. Vivito y coleando se presenta en Cartagena el líder de los Kinks. Y si algún lector desprevenido desconoce quiénes son los Kinks ya está tardando. Y nada mejor que empezar con los tres programas que les dedicó Diego Manrique en su añorado programa de Radio3. En palabras de Manrique: A los Beatles se les admira, a los Rolling Stones se les respeta, a los Kinks se les ama. Lo demostramos con unas decenas de temas deslumbrantes, escuchando las grabaciones originales de los hermanos Davies y las versiones de artistas tan heterogéneos como...





Los Kinks son tan grandes que sorprenden lo poco conocidos que son en España, al menos entre la gente de mi quinta con la que yo me relaciono. Salvando a los Beatles, que son de otro mundo, no hay otro grupo de música pop que les pueda hacer sombra. Habrá gente que prefiera a los Rolling, a los Beach Boys o a los Creedence Clearwater Revival, pero ya es cuestión de gustos no de calidad. Por eso sorprende la repercusión mediática que acompaña a cualquier movimiento de los Rolling (veáse su último concierto en Madrid) si se compara con la semiclandestinidad en la que se mueve Ray Davies. Entre 85 y 225 euros pagaron los 56.000 espectadores que acudieron a escucharlos al Bernabéu. Entre 12 euros (abonados) y 35 (el resto) cuesta el concierto de esta noche en un recinto con una aforo de 1.500 personas (a ojo de buen cubero tirando por lo alto).

Nadie hubiera esperado que sexo, drogas y rocanrol fuese un estilo de vida tan saludable. Al menos para los supervivientes de la peor época de excesos. Así lo están demostrando John Fogerty, Van Morrison, Ray Davies, los Rolling o Sir Paul. Todos nacidos a mediados de los años cuarenta del siglo pasado y todos enfracasdos en su propia gira veraniega (aunque lo de Van Morrison no es una gira, tan sólo unos pocos conciertos escogidos). Los representantes de un tipo de música, en su día transgresora, que se desarrolló y alcanzó su cenit en apenas diez años. Ahora son clásicos. Los últimos referentes de un tiempo y un estilo que morirá con ellos.

No todos han envejecido igual. Algunos han continuado evolucionando y experimentando. Otros, particularmente los Rolling Stones, se han convertido en parodias de sí mismos. Hace unos días leí una entrevista a David Sumers en la que decía que cuando cumplió cuarenta le pidió a su mujer que no le permitiera cantar sufre mamón con cincuenta años. Que le ahorrara el bochorno. Ahora, que llegó a los cincuenta, ha superado el miedo al ridículo y piensa seguir cantándola hasta los setenta y más allá. Hay algo grotesco en cantar satisfaction con más de setenta años haciendo alarde de condición física. O peor aún, tener setenta y llevar los últimos veinte años cantando satisfaction. Los mismos acordes, los mismos saltitos, los mismos gestos impostados. Año tras año. Dicho lo cual, me encataría asistir a un concierto de los Rolling Stones si tuviera la ocasión.


No me quiero hacer demasiadas ilusiones con el concierto de mañana. He visto en youtube algunas actuaciones recientes de Ray Davies y no parece estar en excesiva buena forma. Aclaremos: está en una forma excelente si consideramos que acaba de cumplir setenta años y hace diez que sobrevivió a un tiroteo. Pero no lo he visto con fuerza para defender según qué canciones. Por otro lado, pienso que hay muchas canciones excelentes que no requieren de especial energía para ser interpretadas. Entre ellas, casi todas mis favoritas: Set me free, Sunny afternoon, A well respected man, Waterloo sunset, Apeman, Tell me now so I'll know... Hay tantas. En fin, que no quiero hacerme ilusiones pero me las hago.

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miércoles, 28 de mayo de 2014

Quinoterapia

Últimamente el jurado del premio Príncipe de Asturias está sembrado. Tras Muñoz Molina le ha tocado el turno a Quino. No soy aficionado al cómic ni a los tebeos pero tengo en la estantería casi todo lo publicado por Quino (no sé si falta algo, creo que no). Sus viñetas me han acompañado desde que con nueve años leí por primera vez el libro de Mafalda que había en casa. Con el tiempo lo leí tantas veces que me sabía las historias de memoria. Es posible que Felipe fuera mi primer héroe de ficción.


Ya de jovencito mi madre me regaló un libro de Quino "para adultos". Vamos, que no salían Mafalda y sus amigos. Se trataba de Hombres de bolsillo. Ese fue el primero. Posteriormente me fue regalando todos los demás. El caso es que tengo tan interiorizado el mundo Quino que son muchas las veces que asocio sus viñetas a acontecimientos que observo o me suceden.

Por ejemplo ayer. Recojo a Héctor del colegio y mientras caminamos hacia el coche me dice que quiere una tortuga. "Papá, ¿me compras una tortuga?". Es la primera vez que Héctor pide que le compremos algo. Me informa de que la tortuga de Pablo, un amiguito de su clase, ha muerto. También Rafael Aguado tiene una tortuga en casa. Está muy contento y no para de hablar. Yo le escucho y me acuerdo de alguien más que cuida de un tortuga.


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