Cita



El momento de la verdad nunca llega, el momento de la verdad nunca se va.
Ramón Eder

miércoles, 28 de agosto de 2013

Diálogo socrático

- Papá, no lo sabo.

- Se dice no lo sé.

- ¡Y yo tampoco! - exclama, feliz de comprobar que no es el único que no sabe.


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domingo, 25 de agosto de 2013

Laplace y la lotería (y II)

Decíamos ayer... que la mayoría de las personas tienen dificultades para comprender o para intuir conceptos básicos de Probabilidad. Hay una excepción: la regla de Laplace. Cuando al diseñar un examen incluyo un problema en el que haya que aplicar la regla de Laplace sé que estoy regalando puntos, ya que todos los alumnos van a ser capaces de resolverlo sin ninguna dificultad. ¡Son problemas tan sencillos!

La última evidencia en este sentido la han proporcionado las pruebas de acceso a ciclos de grado superior. En la pasada convocatoria del mes de junio formé parte de un tribunal. Me tocó corregir las pruebas de Matemáticas. El examen se dividía en cuatro partes cada una de las cuales puntuaba sobre 2.5. En este enlace podéis ver la prueba de la parte común (incluye Lengua, Matemáticas e Idioma extranjero. El examen de Matemáticas va de la página 5 a la 8). Estas son las conclusiones tras corregir unos cien exámenes:
  • 1ª parte. Problema sencillo de álgebra (con conocimientos muy básicos de geometría) y ejercicio de notación científica. Una o dos personas saben resolver el problema. Pocas más lo medio plantean con algo de lógica. La práctica totalidad de aspirantes dejan el problema en blanco o lo resuelven de manera disparatada o saliéndose por los cerros de Úbeda.
  • 2ª parte. Ejercicio de interpretación de gráficas. Muy sencillo. Casi todos los aspirantes saben resolver alguno de los tres primeros apartados. Achaco muchos de los fallos al desconocimiento de la duración de un partido de fútbol (aunque parezca mentira, no a todo el mundo le gusta el fútbol). El apartado D requiere conocimientos básicos de geometría analítica y sólo una o dos personas lo resuelven correctamente.
  • 3ª parte. Miscelánea de preguntas, algunas muy sencillas, de trigonometría, teorema de Pitágoras, proporcionalidad y representación de intervalos. La mitad de los aspirantes no saben resolver ninguna de las preguntas. Ninguno es capaz de resolver todas correctamente. Hay muchos con dos respuestas correctas.
  • 4ª parte. Un problema de probabilidad que se resuelve con la regla de Laplace (salvo el apartado A, que requiere unos conocimientos teóricos muy básicos). Prácticamente todos los aspirantes tienen algún apartado bien. Muchos responden correctamente todos. Con diferencia, es la pregunta en la que más puntuación obtienen la mayoría de los aspirantes. Más incluso que en la interpretación de gráficas (también extremadamente sencilla).
En resumen, pocos problemas hay más fáciles en Matemáticas de enseñanza secundaria que los que se resuelven con la regla de Laplace. De hecho, siempre he pensado que la regla de Laplace es una perogrullada y nunca he comprendido que para descubrir semejante Mediterráneo hubiera sido necesaria una de las mentes más brillantes del siglo de las luces.

Recordé la cita de Whitehead. Tal vez se pudiera aplicar a este caso. Es posible que la regla de Laplace sea una de esas operaciones importantes que sabemos realizar sin ni siquiera darnos cuenta de ello. La aportación de Laplace no sería una perogrullada sino un avance cualitativo en la comprensión del mundo que nos rodea.

No debe ser casualidad que Pierre Simon Laplace (1749 - 1827) fuese contemporáneo al auge de los juegos de azar y a la creación de la Lotería. Según la wikipedia, en Francia la lotería se creó en 1776. Un poco antes, en 1763, Carlos III importó de Napoles la idea de un sorteo de lotería. La lotería moderna, tal cual la conocemos, nació en Cádiz en 1811 para aportar fondos a la Hacienda Pública que quedó resentida por la Guerra de la Independencia. Todos conocemos el éxito social que ha tenido la Lotería, al menos en España. ¿Será por eso que somos tan buenos aplicando la regla de Laplace? ¿Tendrá razón Bruno Bettelheim y los juegos de azar nos enseñan lecciones importantes de Probabilidad? Yo sigo pensando que no, pero ya no lo tengo tan claro.

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Laplace y la lotería (I)

Por tercer verano consecutivo retomo la lectura de No hay padres perfectos. Es un libro tan interesante como denso. La edición de bolsillo que tengo consta de quinientas páginas de letra diminuta. Cada párrafo te hace pensar y, claro, a las dos semanas uno se agota de tanto pensar (en lo mismo) y deja el libro en la mesita de noche... hasta el próximo verano. Esta tarde la divagación ha tomado derroteros profesionales. Todo empezó con la lectura de este párrafo:

Hoy en día, tanto en las ciencias sociales como en las físicas, algunos de los problemas más complejos se resuelven por medio del análisis estadístico. Debido a que comparar la probabilidad de un acontecimiento con lo que realmente ocurre nos ayuda a comprender los fenómenos, lo que el joven aprenda sobre la probabilidad estadística gracias a los juegos de azar tiene mucho valor. En amplios campos de la vida, el éxito o el fracaso depende por entero de si se es capaz de tener un concepto realista de las reglas de la probabilidad, y los juegos de azar pueden enseñarles a los niños lecciones importantes acerca de dichas reglas. El niño que participe concienzudamente en tales juegos aprenderá bien esas lecciones.

Con la Probabilidad hemos topado. Mi rama favorita de las Matemáticas. Y, para mi sorpresa, un tema que a los alumnos se les suele atragantar desde el principio. ¿Qué pasa? ¿Mis alumnos no han jugado a la oca, al parchís o al cinquillo?

Casi todos comprenden, de una manera intuitiva, que la probabilidad de que salga el número cinco al lanzar un dado no trucado es de un sexto. O que la probabilidad de que salga un número par es de un medio (tres de seis). Hasta ahí, bien. Pero pocos o ninguno son capaces de comprender intuitivamente que el número de resultados posibles (sucesos elementales) al lanzar dos monedas al aire es cuatro y no tres. Para un chaval de quince años, al lanzar dos monedas al aire sólo pueden ocurrir tres cosas: que las dos monedas salgan cara, que las dos monedas salgan cruz o que una salga cara y la otra cruz. Pocos o ninguno caen en la cuenta de que este último caso en realidad son dos: que la primera moneda salga cara y la segunda cruz, o que la primera salga cruz y la segunda cara. Lo entienden mejor si les dices que las monedas son distintas. Por ejemplo, una moneda de 50 céntimos y otra de 20 céntimos. Así es más fácil intuir que puede ocurrir que en la moneda de 50 salga cruz y en la de 20 cara o viceversa. Son dos casos (sucesos) diferentes. Pero incluso comprendiendo esto último, todavía hay muchos alumnos que no comprenden que si las dos monedas son (aparentemente) iguales también son dos sucesos diferentes. Lo aceptan y lo aprenden porque se lo digo yo, que soy su profesor y les voy a examinar, pero están muy lejos de comprenderlo. Si en lugar de dos monedas lanzamos dos dados (36 sucesos elementales), ápaga y vámonos. Y tres dados (216 sucesos elementales) ya ni se plantea.

Otro problema básico y que no es comprendido por muchos alumnos es el de la probabilidad de la unión de dos sucesos. Me explico. Supongamos que existe una cantidad conocida de personas. El número de trabajadores de una empresa, por ejemplo. Se conoce el número de mujeres y el número de hombres que forman la plantilla. También se conoce el número de fumadores tanto de hombres como de mujeres. Se sortea una cesta de Navidad entres los trabajadores de la empresa.

Los alumnos no tienen especial dificultad en hallar la probabilidad de que la persona afortunada sea mujer; o la probabidad de que sea fumador. Tampoco tienen excesiva dificultad en hallar la probabilidad de que el premio se lo lleve una mujer fumadora (que tenga ambas características, esta sería la probabilidad de la intersección). El problema se presenta cuando se les pregunta por la probabilidad de que la persona seleccionada sea mujer o fume, es decir, que cumpla al menos una de las dos características (la probabilidad de la unión). La mayoría de los alumnos no es capaz de distinguir entre la probabilidad de la unión (que sea mujer o fume) y la probabilidad de la intersección (que sea mujer y fume). Dan siempre como resultado la probabilidad de la intersección. Otros alumnos (menos) sí son conscientes de la diferencia pero aún así dan un resultado erróneo porque suman, entre los casos favorables, a todas las mujeres y a todos los fumadores, sin darse cuenta de que están sumando dos veces a las mujeres fumadoras (primero como personas de sexo femenino y luego como pesonas que fuman). Son muy pocos alumnos los que de manera intuitiva responden bien a este tipo de preguntas.

También es muy común la incomprensión de que el suceso seguro tiene probabilidad uno. En sucesos independientes, la probabilidad de lo ya ocurrido o de lo que resulta seguro no influye en el resultado del experimento. La mayoría de los alumnos están convencidos de que es imposible que el próximo gordo de la lotería de Navidad sea el número 76058. Es imposible que el mismo número salga dos años consecutivos. Los más moderados asumen que es posible pero que es más dificil (menos probable) que salga ese número a cualquier otro. Es lo que se conoce como falacia del jugador y está muy bien explicado en la Wikipedia.

En definitiva, que mi primera impresión al leer la opinión de Bruno Bettelheim fue de completo desacuerdo. He puesto tres ejemplos, pero podría poner muchos más. Mi experiencia docente me hace pensar que la mayoría de las personas, no importa cuánto hayan jugado de niños al parchís o a las cartas, son incapaces de comprender intuitivamente problemas básicos de Probabilidad. Excepto la regla de Laplace.

Tirando de Laplace empecé a argumentar en mi contra y, si bien no he cambiado de opinión, me han surgido dudas razonables. ¡Qué difícil es estar seguro de algo!

sábado, 24 de agosto de 2013

Volando con Kapuscinski

Ayer estuvimos cuatro horas. Hoy voy preparado para esperar el rato que haga falta, incluso a pasar la noche si finalmente ingresan a Lolo. Llevo bocadillo, agua y lectura. Tras el triaje Lolo es atendido de inmediato y trasladado a una sala de observación donde sólo puede acompañarlo un familiar (y siempre que no haya muchos pacientes). Así que me quedo solo. Hablo por teléfono con Sonia y con mis padres. Los mantengo al tanto de las novedades. Pero pronto deja de haber novedades. Sólo cabe esperar. Abro el libro que he traído: Viajes con Heródoto, de Ryszard Kapuscinski.

Los dos libros que he leído de Kapuscinski me encantaron. El primero, Ébano, fue un descubrimiento de primer orden. Uno de los libros que más impacto me han causado. Enseguida leí Un día más con vida, que también me gustó aunque ya no existiera el factor sorpresa. Pero por una razón inexplicable, ahí quedó la cosa. Seguí comprando (o me regalaban) libros de Kapuscinski pero han tenido que pasar casi diez años para encontrar el momento de retomarlo.

El comienzo del libro me ha decepcionado (¿Tal vez fuera ese el temor inconsciente? ¿que ningún otro libro podría estar a la altura de Ébano?). La voz de Kapuscinski parecía otra, más autoconsciente, más protagonista en primera persona, más diario personal que reportaje. No lo he comprobado, pero creo que Viajes con Heródoto fue el último libro que escribió, cuando ya era un autor reconocido y premiado internacionalmente. Poco a poco he dejado de pensar y me he sumergido en la historia.
Recibí el billete de vuelta: Nueva Delhi — Kabul — Moscú — Varsovia. Aterricé en Kabul cuando se ponía el sol. Un cielo rosa intenso, casi violeta, lanzaba sus últimos destellos sobre las montañas, de un azul oscuro, que rodean el valle. El día declinaba, sumiéndose en un silencio profundo, absoluto: era el silencio del paisaje, de la tierra, del mundo, un silencio que nada era capaz de alterar, ni la campanilla prendida al cuello de un asno, ni el menudo trote de un rebaño de ovejas que pasaba junto al barracón del aeropuerto.

Me retuvo la policía porque no tenía visado. No podían mandarme de vuelta porque el avión que me había traído había despegado enseguida y en la pista no se veía aparato alguno. Después de debatir y preguntarse qué hacer conmigo, se marcharon a la ciudad. Sólo se quedaron dos personas: yo y el vigilante del aeropuerto. Era un hombre macizo, enorme, de anchos hombros y una barba negra azabache, la mirada amable y una sonrisa apenas esbozada, tímida. Llevaba un abrigo militar largo y una desvencijada metralleta Mauser.

Oscureció en un abrir y cerrar de ojos y la temperatura cayó en picado. Empecé a tiritar porque, viniendo de los trópicos, iba en mangas de camisa. El vigilante trajo unos troncos, un poco de leña menuda, otro poco de hierba seca y encendió una hoguera en la pista. Me dio su abrigo, y él mismo se envolvió en una oscura manta de lana de camello que le llegaba hasta los ojos. Permanecimos sentados uno frente al otro sin decir palabra, nada sucedía a nuestro alrededor, a lo lejos se oía el canto de los grillos y luego, más lejos aún, rugió el motor de un coche.

Por la mañana aparecieron los policías, acompañados por un hombre mayor. Era un comerciante que compraba en Kabul algodón para las fábricas textiles de Lódz. El señor Bielas, que así se llamaba, prometió ocuparse de mi visado; ya llevaba allí un tiempo y tenía contactos. En efecto, no sólo me consiguió un visado, sino que también me acogió en su chalet, contento porque no viviría solo.

Kabul: polvo y más polvo. En el valle donde está situada la ciudad soplan unos vientos que traen nubes de arena de los desiertos vecinos. Todo lo cubre llenando todos los resquicios una suspensión pardusca, grisácea, que se posa sobre la tierra sólo cuando el viento se calma y el aire se vuelve transparente, cristalinamente diáfano.
Al caer la noche, las calles adquieren un aspecto enigmático, como si se convirtieran en escenario de algún misterio improvisado y espontáneo. Pues la oscuridad reinante sólo la disipan las pálidas llamas de las lamparillas que arden en los puestos de venta al aire libre y las linternas y antorchas cuyo brillo inseguro y tembloroso alumbra las pobres mercancías y demás baratijas que los vendedores exponen directamente sobre el suelo, ya sobre el pavimento, ya sobre el umbral de una casa. Entre estas filas de trémulos reflejos se deslizan en silencio las personas, unas figuras tapadas de pies a cabeza e impelidas por el frío y el viento.

Cuando el avión de Moscú empezó a descender para tomar tierra en Varsovia, mi vecino tembló, asió con las manos los brazos del asiento y cerró los ojos. Tenía un rostro gris, demacrado y surcado por profundas arrugas. Un traje barato y gastado por años de almacenaje colgaba holgado sobre su enjuta y huesuda silueta. Lo escruté con una mirada discreta, de soslayo. Vi cómo por sus mejillas empezaban a deslizarse algunas lágrimas. Y al cabo de unos instantes oí un estallido de llanto, ahogado pero llanto más allá de toda duda.
—Lo siento —se disculpó ante mí—. Lo siento. Pero no creí que de verdad volvería.
Era diciembre de 1956. No cesaba el reguero de personas que regresaban de los gulags.

Fin del capítulo. Levanto la vista del libro y las imágenes de lo recién leído se mezclan con otras que me vienen a la cabeza de Un día más con vida y Ébano. Qué vida la de Kapuscinski. Y qué poco casa su peripecia aventurera con su imagen de funcionario puntilloso.


Los asientos de plástico alineados, las grandes cristaleras, las personas que van y vienen... Tardo en salir de la ensoñación en que Kapuscinski me ha sumergido y cuando lo hago me sorprendo de no estar en la sala de espera de un aeropuerto, sino en la de un hospital.

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martes, 13 de agosto de 2013

Doce semanas y un día

Creíamos que la ecografía era mañana, que lo de hoy era una prueba (un cribado, según el volante) para detectar el riesgo de que el bebé tuviera síndrome de Down. Primero nos atendió una enfermera que, al tiempo que le hacía preguntas a Sonia para completar el historial (fecha de la última regla, número de embarazos, etc.), recalcaba que el resultado del cribado no servía como diagnóstico sino para determinar poblaciones de riesgo. Sonia tuvo que firmar un par de documentos dando su consentimiento, “aunque no supone ningún riesgo”, apostilló la enfermera. Lo que no nos aclaró es en qué consistía la prueba en sí.

Así que entramos en la consulta más bien intrigados. A mí me indicaron una silla donde sentarme (“desde ahí verá mejor el monitor”) y a Sonia la camilla en la que debía tumbarse. La prueba misteriosa era una ecografía. Y en un suspiro teníamos en pantalla a la criatura. Al principio muy borrosa. El ojo clínico del doctor veía cosas que para nosotros pasaban desapercibidas. Nos lo fue describiendo: aquí se ve una pierna, esto es la mandíbula…

La criatura no paraba quieta. Daba vueltas y se ponía de espaldas. El doctor tuvo que agitar el vientre de Sonia con el transductor para que cambiara de posición y poder completar el estudio. Se quedaba callado unos instantes, supongo que concentrado en intentar determinar algún dato relevante. En esos momentos me entraba la inquietud de si estaba viendo algo anómalo y se lo callaba hasta estar seguro. Aunque no soy una persona propensa a los miedos a veces te asaltan por sorpresa.

Todo bien. Al concluir la ecografía, el médico introdujo algunos datos en el ordenador y éste emitió su veredicto: riesgo bajo. Nos marchamos emocionados con lo que habíamos visto y muy contentos con el resultado.