Cita



El momento de la verdad nunca llega, el momento de la verdad nunca se va.
Ramón Eder

sábado, 24 de agosto de 2013

Volando con Kapuscinski

Ayer estuvimos cuatro horas. Hoy voy preparado para esperar el rato que haga falta, incluso a pasar la noche si finalmente ingresan a Lolo. Llevo bocadillo, agua y lectura. Tras el triaje Lolo es atendido de inmediato y trasladado a una sala de observación donde sólo puede acompañarlo un familiar (y siempre que no haya muchos pacientes). Así que me quedo solo. Hablo por teléfono con Sonia y con mis padres. Los mantengo al tanto de las novedades. Pero pronto deja de haber novedades. Sólo cabe esperar. Abro el libro que he traído: Viajes con Heródoto, de Ryszard Kapuscinski.

Los dos libros que he leído de Kapuscinski me encantaron. El primero, Ébano, fue un descubrimiento de primer orden. Uno de los libros que más impacto me han causado. Enseguida leí Un día más con vida, que también me gustó aunque ya no existiera el factor sorpresa. Pero por una razón inexplicable, ahí quedó la cosa. Seguí comprando (o me regalaban) libros de Kapuscinski pero han tenido que pasar casi diez años para encontrar el momento de retomarlo.

El comienzo del libro me ha decepcionado (¿Tal vez fuera ese el temor inconsciente? ¿que ningún otro libro podría estar a la altura de Ébano?). La voz de Kapuscinski parecía otra, más autoconsciente, más protagonista en primera persona, más diario personal que reportaje. No lo he comprobado, pero creo que Viajes con Heródoto fue el último libro que escribió, cuando ya era un autor reconocido y premiado internacionalmente. Poco a poco he dejado de pensar y me he sumergido en la historia.
Recibí el billete de vuelta: Nueva Delhi — Kabul — Moscú — Varsovia. Aterricé en Kabul cuando se ponía el sol. Un cielo rosa intenso, casi violeta, lanzaba sus últimos destellos sobre las montañas, de un azul oscuro, que rodean el valle. El día declinaba, sumiéndose en un silencio profundo, absoluto: era el silencio del paisaje, de la tierra, del mundo, un silencio que nada era capaz de alterar, ni la campanilla prendida al cuello de un asno, ni el menudo trote de un rebaño de ovejas que pasaba junto al barracón del aeropuerto.

Me retuvo la policía porque no tenía visado. No podían mandarme de vuelta porque el avión que me había traído había despegado enseguida y en la pista no se veía aparato alguno. Después de debatir y preguntarse qué hacer conmigo, se marcharon a la ciudad. Sólo se quedaron dos personas: yo y el vigilante del aeropuerto. Era un hombre macizo, enorme, de anchos hombros y una barba negra azabache, la mirada amable y una sonrisa apenas esbozada, tímida. Llevaba un abrigo militar largo y una desvencijada metralleta Mauser.

Oscureció en un abrir y cerrar de ojos y la temperatura cayó en picado. Empecé a tiritar porque, viniendo de los trópicos, iba en mangas de camisa. El vigilante trajo unos troncos, un poco de leña menuda, otro poco de hierba seca y encendió una hoguera en la pista. Me dio su abrigo, y él mismo se envolvió en una oscura manta de lana de camello que le llegaba hasta los ojos. Permanecimos sentados uno frente al otro sin decir palabra, nada sucedía a nuestro alrededor, a lo lejos se oía el canto de los grillos y luego, más lejos aún, rugió el motor de un coche.

Por la mañana aparecieron los policías, acompañados por un hombre mayor. Era un comerciante que compraba en Kabul algodón para las fábricas textiles de Lódz. El señor Bielas, que así se llamaba, prometió ocuparse de mi visado; ya llevaba allí un tiempo y tenía contactos. En efecto, no sólo me consiguió un visado, sino que también me acogió en su chalet, contento porque no viviría solo.

Kabul: polvo y más polvo. En el valle donde está situada la ciudad soplan unos vientos que traen nubes de arena de los desiertos vecinos. Todo lo cubre llenando todos los resquicios una suspensión pardusca, grisácea, que se posa sobre la tierra sólo cuando el viento se calma y el aire se vuelve transparente, cristalinamente diáfano.
Al caer la noche, las calles adquieren un aspecto enigmático, como si se convirtieran en escenario de algún misterio improvisado y espontáneo. Pues la oscuridad reinante sólo la disipan las pálidas llamas de las lamparillas que arden en los puestos de venta al aire libre y las linternas y antorchas cuyo brillo inseguro y tembloroso alumbra las pobres mercancías y demás baratijas que los vendedores exponen directamente sobre el suelo, ya sobre el pavimento, ya sobre el umbral de una casa. Entre estas filas de trémulos reflejos se deslizan en silencio las personas, unas figuras tapadas de pies a cabeza e impelidas por el frío y el viento.

Cuando el avión de Moscú empezó a descender para tomar tierra en Varsovia, mi vecino tembló, asió con las manos los brazos del asiento y cerró los ojos. Tenía un rostro gris, demacrado y surcado por profundas arrugas. Un traje barato y gastado por años de almacenaje colgaba holgado sobre su enjuta y huesuda silueta. Lo escruté con una mirada discreta, de soslayo. Vi cómo por sus mejillas empezaban a deslizarse algunas lágrimas. Y al cabo de unos instantes oí un estallido de llanto, ahogado pero llanto más allá de toda duda.
—Lo siento —se disculpó ante mí—. Lo siento. Pero no creí que de verdad volvería.
Era diciembre de 1956. No cesaba el reguero de personas que regresaban de los gulags.

Fin del capítulo. Levanto la vista del libro y las imágenes de lo recién leído se mezclan con otras que me vienen a la cabeza de Un día más con vida y Ébano. Qué vida la de Kapuscinski. Y qué poco casa su peripecia aventurera con su imagen de funcionario puntilloso.


Los asientos de plástico alineados, las grandes cristaleras, las personas que van y vienen... Tardo en salir de la ensoñación en que Kapuscinski me ha sumergido y cuando lo hago me sorprendo de no estar en la sala de espera de un aeropuerto, sino en la de un hospital.

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