Cita



El momento de la verdad nunca llega, el momento de la verdad nunca se va.
Ramón Eder

miércoles, 26 de agosto de 2015

Apología del internado

Daniel Pennac fue rescatado (de su zoquetería) en un internado. Tal vez por ello achaca al internado cualidades pedagógicas que sorprenden a los que asociamos a esa palabra connotaciones siniestras (internado: cárcel para adolescentes rebeldes). Veamos sus argumentos:

La cuestión de saber si fui «feliz» al estar interno es bastante secundaria. Digamos que la condición de interno me fue infinitamente más soportable que la de externo. Es difícil explicar a los padres de hoy las ventajas del internado, pues lo contemplan como un penal. A su modo de ver, mandar allí a los hijos supone un abandono de la paternidad. Solo con mencionar la posibilidad de un año de internado, pasas a ser un monstruo retrógrado, defensor de la prisión para zoquetes. Es inútil explicar que uno mismo ha sobrevivido a ello, de inmediato te oponen el argumento de que era otra época: «Sí, pero en aquellos tiempos se trataba a los chiquillos con mano dura».
Hoy, que hemos inventado el amor paterno, la cuestión del internado se ha convertido en un tema tabú, salvo como amenaza, lo que demuestra que no se considera una solución.


En este colegio estuvo interno Mario Vargas Llosa. Su terrible experiencia le sirvió para escribir La ciudad y los perros

No hace falta decir que no ha hecho los deberes. A primera hora tiene una clase de matemáticas y los ejercicios de mates son de los que no están hechos. Entonces pueden pasar tres cosas: o no ha hecho los ejercicios porque estaba ocupado en otra cosa (de juerga con los colegas, o viendo una peli sanguinaria en el vídeo de su habitación cerrada a cal y canto...), o se ha dejado caer en la cama bajo el peso del agotamiento y se ha sumido en el olvido, con una oleada de música aullando en el cráneo, o –y es la hipótesis más optimista– durante una o dos horas ha intentado hacer sus ejercicios, pero no lo ha conseguido. En los tres casos mencionados, a falta de deberes, nuestro externo debe proporcionar una justificación a su profesor. Ahora bien, la explicación más difícil de dar en estas condiciones es la verdad pura y simple: «Señor, señora, no he hecho los deberes porque he pasado buena parte de la noche en el ciberespacio, combatiendo a los soldados del mal, a los que por lo demás he exterminado del primero al último, pueden creerme», «Señora, señor, siento mucho no haber hecho los deberes pero ayer noche caí bajo el peso de un aplastante embotamiento, me era imposible mover el meñique, apenas tuve fuerzas para calzarme los cascos».
La verdad tiene aquí el inconveniente de la confesión: «No he hecho mi trabajo», lo que supone una sanción inmediata. Nuestro externo preferirá una versión institucionalmente más presentable. Por ejemplo: «Como mis padres están divorciados, olvidé los deberes en casa de mi padre antes de regresar a casa de mamá». En otras palabras una mentira. Por su lado, el profesor prefiere a menudo esta verdad arreglada a una confesión en exceso abrupta que cuestionaría su autoridad. Se evita así el choque frontal, al alumno y al profesor les parece bien ese diplomático paso a dos. Por lo que a la nota se refiere, la tarifa es conocida: tarea no entregada, cero.
El caso del externo que ha intentado, valerosamente aunque en vano, hacer sus deberes, no es muy distinto. También él entra en clase cargando con una verdad difícilmente aceptable: «Señor, dediqué ayer dos horas a no hacer sus deberes. No, no, no hice otra cosa, me senté ante la mesa de trabajo, saqué el cuaderno, leí el enunciado y, durante dos horas, me sumí en un estado de pasmo matemático, una parálisis mental de la que solo salí al oír que mi madre me llamaba para la cena. Ya lo ve usted, no he hecho los deberes pero les dediqué dos horas. Después de cenar era demasiado tarde, me aguardaba una nueva sesión de catalepsia: los ejercicios de inglés». «Si escucharas más en clase, comprenderías los enunciados», puede objetar (y con razón) el profesor.
Para evitar esta humillación pública, también nuestro externo preferirá una presentación diplomática de los hechos: «Estaba leyendo el enunciado cuando estalló la caldera».
Y así sucesivamente, de la mañana a la noche, de materia en materia, de profesor en profesor, día tras día, en un exponencial de la mentira que desemboca en el famoso «¡Ha sido por mi madre!... ¡Ha muerto!», de François Truffaut.
Tras esa jornada pasada mintiendo en el centro escolar, la primera pregunta que nuestro mal externo escuchará al volver a casa es el invariable:
—Bueno, ¿cómo te ha ido hoy?
—Muy bien.
Nueva mentira.
Que también exige ser sazonada con una pizca de verdad:
—En historia, la profe me ha preguntado por mil quinientos quince, le he contestado que Marignan, ¡y se ha quedado muy contenta! (Así la cosa aguantará hasta mañana.)
Pero mañana también llega y las jornadas se repiten, y nuestro externo prosigue sus idas y sus venidas entre la escuela y la familia, y toda su energía mental se agota tejiendo una sutil red de pseudocoherencia entre las mentiras proferidas en la escuela y sus medias verdades servidas a la familia, entre las explicaciones proporcionadas a unos y las justificaciones presentadas a otros, entre las descripciones de los profesores que hace a los padres y las alusiones a los problemas familiares que vierte al oído de los profesores, con una pizca de verdad en las unas y las otras, siempre, pues esa gente acabará encontrándose, padres y profesores, es inevitable, y hay que pensar en ese encuentro, perfeccionar sin cesar la ficción verdadera que será el menú de esa entrevista. Esta actividad mental moviliza una energía que no puede compararse con el esfuerzo que necesita el buen alumno para hacer bien los deberes. Nuestro mal externo se agota. Aun que lo quisiera (y esporádicamente lo quiere), no tendría ya fuerza alguna para ponerse a trabajar realmente. La ficción en la que chapotea le mantiene prisionero en otra parte, en algún lugar entre la escuela que debe combatir y la familia a la que debe tranquilizar, en una tercera y angustiante dimensión donde el papel que corresponde a la imaginación consiste en tapar las innumerables brechas por las que puede brotar la realidad en sus más temidos aspectos: mentira descubierta, cólera de unos, pesar de otros, acusaciones, sanciones, expulsión tal vez, ensimismamiento, culpabilidad impotente, humillación, taciturno deleite: Tienen razón, soy nulo, nulo, nulo.
Soy una nulidad.


Los cuatrocientos golpes. ¡Qué gran película!

Las razones por las que profesores y padres dejan pasar a veces esas mentiras, o se hacen cómplices de ellas, son demasiado numerosas para ser discutidas. ¿Cuántas trolas diarias en cuatro o cinco clases de treinta y cinco alumnos?, puede preguntarse legítimamente un profesor. ¿De dónde sacar el tiempo necesario para esa investigación? ¿Soy, por otra parte, un investigador? ¿En el plano de la educación moral debo sustituir a la familia? Y, en caso afirmativo, ¿dentro de qué límites? Y así sucesivamente, una letanía de preguntas cada una de las cuales es un día u otro objeto de apasionada discusión entre colegas.

Pero hay otra razón por la que el profesor ignora esas mentiras. Una razón más oculta que, si accediese a la clara conciencia, vendría a ser más o menos así: este muchacho es la encarnación de mi propio fracaso profesional. No consigo hacerle progresar, ni hacerle trabajar, apenas si consigo hacerle venir a clase, y además solo estoy seguro de su mera presencia física.
Afortunadamente, apenas entrevisto, este cuestionamiento personal es combatido por gran cantidad de argumentos aceptables: fracaso con este, de acuerdo, pero lo consigo con muchos otros. ¡A fin de cuentas no es culpa mía que el muchacho haya pasado de curso! ¿Qué le enseñaron mis predecesores? ¿Solo debe cuestionarse el colegio? ¿En qué piensan los padres? ¿Alguien imagina, acaso, que con los recursos que tengo y mis horarios puedo hacerle recuperar semejante retraso?
Otras tantas preguntas que, apelando al pasado del alumno, a su familia, a los colegas, a la propia institución, nos permiten redactar con plena conciencia la anotación más frecuente en los boletines escolares: Le falta base (¡y la he encontrado incluso en un boletín de un curso preparatorio!). Dicho de otro modo: patata caliente.

Patata caliente sobre todo para los padres. No dejan de hacerla saltar de una mano a otra. Las mentiras cotidianas del muchacho les agotan: mentiras por omisión, fabulaciones, explicaciones exageradamente detalladas, justificaciones anticipadas: «De hecho, lo que ha ocurrido...».
Hasta las narices ya, buen número de padres fingen aceptar esas fábulas, en primer lugar para calmar momentáneamente su propia angustia (pues la pizca de verdad —Marignan, 1515— desempeña el papel de aspirina), en segundo lugar para preservar la atmósfera familiar para que la cena no se convierta en un drama, esta noche no, por favor, esta noche no, para retrasar la prueba de la confesión que les desgarra el corazón a todos. En resumen, para aplazar el momento en que se evaluará sin verdadera sorpresa la magnitud del desastre escolar cuando lleguen las notas del trimestre, maquilladas con mayor o menor destreza por el principal interesado, que no le quita ojo al buzón familiar.

Hasta Bart Simpson pasa un mal trago con el boletín. No es tan pasota como aparenta.

Al limitar las idas y venidas entre la escuela y la familia, la condición de interno tiene sobre la de externo la ventaja de instalar a nuestro alumno en dos temporalidades distintas: la escuela del lunes por la mañana al viernes por la tarde, la familia durante los fines de semana. Un grupo de interlocutores durante cinco días laborables, el otro durante dos días festivos (que recuperan la posibilidad de volver a ser dos días de fiesta). La realidad escolar por un lado, la realidad familiar por el otro. Dormirse sin tener que tranquilizar a los padres con la mentira del día, despertar sin tener que inventarse excusas por el trabajo no hecho, puesto que ya lo hizo en el estudio vespertino, en el mejor de los casos ayudado por un supervisor o un profesor. Descanso mental, en suma; una energía recuperada que tiene posibilidades de ser invertida en el trabajo escolar. Es bastante para propulsar al zoquete hasta los primeros puestos de la clase? Al menos supone darle una oportunidad de vivir el presente corno tal. Ahora bien, el individuo se construye en la conciencia de su presente, no huyendo de él.
Y aquí finaliza mi elogio del internado.
Ah, sí, de todas formas, para aterrorizar a todo el mundo añadiré, puesto que yo mismo enseñé en ellos, que los mejores internados son aquellos en los que los profesores también están internos. Disponibles a cualquier hora, en caso de S.O.S.

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Alguna vez he pensado, antes incluso de leer a Pennac, que la única solución para los chavales del barrio sería estudiar en internados. Alejarlos de sus familias (o de sus no-familias) y del entorno callejero en el que viven. Tener rutinas, horarios, alimentos, atención. No tener peleas, falta de recursos, malos ejemplos... No se trata de retirar la patria potestad, no llego tan lejos. Tuve una compañera, estupenda profesora muy comprometida con los alumnos y que ahora milita en Podemos, que pensaba que los padres deberían pasar un examen de "responsabilidad paterna" para poder mantener la custodia de sus hijos. ¿Y quién decidiría si un padre es apto o no? ¿Tú? Uff.
El internado es un término medio. Los chavales estarían alejados cinco días de su ambiente, protegidos, cuidados, atendidos. Y el fin de semana lo pasarían en el barrio de manera que no perderían los vínculos afectivos con sus familias. Los casos más graves (que no escasean) podrían quedarse en el internado durante el fin de semana. 
Esto nunca va a ocurrir. A nadie le importa los chavales de estos barrios y es impensable dedicar tantos recursos para ofrecerles un futuro más allá de los patios y el mercadillo.


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