Cita



El momento de la verdad nunca llega, el momento de la verdad nunca se va.
Ramón Eder

viernes, 28 de agosto de 2015

Entre todos la mataron

Es fácil, extremadamente fácil, encontrar culpables:

Sí, al escuchar el zumbido de nuestra colmena pedagógica, en cuanto nos desalentamos, nuestra pasión nos impulsa primero a buscar culpables. El sistema educativo parece, por otra parte, estructurado para que cada cual pueda designar cómodamente al suyo:
—Pero ¿en el parvulario no les han enseñado a comportarse? –pregunta el maestro de escuela ante unos chiquillos inquietos como bolas del «flipper».
—Pero ¿qué han hecho en primaria? –maldice el profesor de secundaria al recibir a sus alumnos, a quienes considera iletrados.
—¿Alguien puede decirme qué han aprendido hasta ahora? –exclama el profesor de instituto ante la propensión de sus alumnos a expresarse sin vocabulario.
—¿Realmente han ido al instituto? –se pregunta el profe de facultad al corregir sus primeros exámenes.
—¡Explíquenme qué coño hacen en la universidad! –berrea el industrial ante sus jóvenes empleados.
—La universidad forma exactamente lo que su sistema desea –responde un empleado, no tan tonto–: ¡esclavos incultos y clientes ciegos! Las grandes escuelas formatean a sus capataces, perdón, sus «ejecutivos», y sus accionistas hacen girar la manivela de los dividendos.
—Fracaso familiar –deplora el Ministerio de Educación Nacional.
—La escuela ya no es lo que era –lamenta la familia.
Y a ello se añaden los procesos internos de toda institución que se respete. La eterna disputa de los antiguos y los modernos, por ejemplo:
—¡Qué vergüenza esos «pedagogos estupidizantes»! –aúllan los «republicanos», martillo de la demagogia.
—¡Abajo los republicanos elitistas! –responden los pedagogos en nombre de la evolución democrática.
—¡Los sindicatos agarrotan la maquinaria! –acusan los funcionarios del ministerio.
—¡Permanecemos atentos! –responden los sindicatos.
—¡Semejante porcentaje de iletrados no se veía en mis tiempos! –deplora la vieja guardia.
—En sus tiempos, el colegio solo admitía a consejos de administración con pantalones cortos –se burla el guasón–, eran buenos tiempos, ¿no es cierto?
—¡Este mocoso es el vivo retrato de su madre! –fulmina el enojado padre.
—Si hubieras sido algo más severo con él, no estaríamos así –responde la madre ofendida.
—¿Cómo trabajar con semejante atmósfera familiar? –se lamenta el adolescente deprimido al oído del profesor comprensivo.
Hasta el propio zoquete que, tras haber practicado una metódica ferocidad para enviar a su profesor a tratarse en el hospital de una larga depresión nerviosa, es el primero que te cuenta santurronamente:
—Al señor Fulano le faltaba autoridad.

Yo encuentro más culpables: los medios de comunicación, un sistema laboral con horarios que impiden a los padres tener contacto con sus hijos... ¿Hay solución? ¿Esto tiene arreglo? Habría que poner a taaanta gente de acuerdo. Gente por lo demás encantada de estar en desacuerdo, convencida de que su simplista visión de la realidad es la correcta.

Seguimos hablando de este libro

La de bobadas que habrá soltado mi generación sobre los rituales considerados corno muestra de ciega sumisión, las notas envilecedoras, el dictado reaccionario, el cálculo mental embrutecedor, la memorización de los textos infantilizante, ese tipo de proclamas.
Sucede con la pedagogía como con todo lo demás: en cuanto dejamos de reflexionar sobre casos particulares (pero, en este campo, todos los casos son particulares), para regular nuestros actos, buscamos la sombra de la buena doctrina, la protección de la autoridad competente, la caución del decreto, el cheque en blanco ideológico. Luego nos plantamos sobre certezas que nada hace vacilar, ni tan siquiera el desmentido cotidiano de la realidad.

Mis convicciones sobre lo que está bien y lo que está mal en mi trabajo han evolucionado con los años. Aunque la evolución es paulatina podríamos distinguir tres etapas: lo que yo pensaba de la enseñanza antes de trabajar como profesor; lo que yo pensaba antes de trabajar en mi actual centro; y lo que pienso ahora. ¿Y qué pienso ahora? Uff. Hoy una cosa y mañana otra. Como dijo aquel, sólo sé que no sé nada. Lo que sirve para un grupo de alumnos no sirve para otro. Lo que sirve para Fulano no sirve para Setano. Una cosa tengo clara: la enseñanza se basa en las relaciones personales (del profesor con los alumnos, de los alumnos entre sí, de los profesores entre sí, de las familas con los alumnos, de las familias con los profesores, de...) y cada persona debe ser atendida y evaluada en su individualidad. Imagino que algo parecido le ocurre a los médicos con sus pacientes. Dos personas que tienen la misma enfermedad son dos enfermos distintos, cada uno con sus reacciones y necesidades personales. Requieren distintos tratamientos. Educar, enseñar, es un arte no una ciencia, aunque existan algunas técnicas pedagógicas cuyo conocimiento y puesta en práctica sea de utilidad. En cada caso hay que descubrir cuál es el mejor camino. Para eso hay que tener en cuenta también el carácter del profesor. Mi manera de enseñar va ligada a mi carácter personal. Profesores distintos enseñan de manera distinta, ni mejor ni peor, no puede ser de otra forma. Digamos que la tarea del profesor es descubrir cuál es la mejor manera, partiendo de su carácter y personalidad, de enseñar a este grupo de alumnos en particular. Cada relación profesor-alumnos tendrá matices distintos y producirá diferentes procesos de enseñanza-aprendizaje (mira que intento no utilizar la jerga pedagógica, pero a veces se cuela).
¿Mandar tareas es bueno o malo? Pues depende.
¿Enseñar operaciones combinadas de números enteros con paréntesis en primero de la ESO es adecuado o no? Pues depende.
Aunque al final, claro, tienes un objetivo ineludible a alcanzar: que los alumnos adquieran los conocimientos mínimos que les sirvan para continuar sus estudios con garantía de éxito.

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