Cita



El momento de la verdad nunca llega, el momento de la verdad nunca se va.
Ramón Eder

viernes, 28 de agosto de 2015

Somos profesores, no...

Somos profesores, no cuidadores, psicólogos, mediadores, educadores, misioneros, actores, payasos, animadores, confesores, policías, inspectores, bomberos, informáticos... Yo soy profesor de matemáticas. Se supone que me pagan para que enseñe matemáticas no para que cuide a niños mientras sus padres trabajan, ni para que los lleve de excursión a Isla Mágica, ni para orientarles acerca de sus conflictos personales, ni para resolver peleas entre adolescentes, ni para enseñarles que no se tira la basura al suelo, ni para entretenerles con gracietas, ni para escuchar sus problemas familiares, ni para vigilar que los alumnos no salten la valla, ni para investigar quién le ha robado la calculadora a Mengano, ni para diseñar un plan de autoprotección para el centro, ni para arreglar los ordenadores que se averían, ni para...



Pennac se centra sólo en el modelo de niño-cliente:

Hasta donde puedo recordar, cuando los profesores jóvenes se sienten desalentados por una clase, se quejan de no haber sido formados para ello. El «ello» de hoy, perfectamente real, abarca campos tan variados como la mala educación de los niños por la agonizante familia, los daños culturales vinculados al paro y a la exclusión, la subsiguiente pérdida de los valores cívicos, la violencia en algunos centros, las disparidades lingüísticas, el regreso de lo religioso, y también la televisión, los juegos electrónicos, en resumen, todo lo que alimenta, más o menos, el diagnóstico social que nos sirven cada mañana los primeros boletines informativos. Del «No nos han formado para ello» al «No estamos aquí para eso», hay un solo paso que puede expresarse así: «Nosotros, los profesores, no estamos aquí para resolver dentro de la escuela los problemas sociales que impiden la transmisión del saber; no es nuestro oficio. Que nos adjudiquen un número suficiente de vigilantes, de educadores, de asistentes sociales, de psicólogos, en resumen, de especialistas de todo género y podremos enseñar seriamente las materias que tantos años hemos pasado estudiando».
Uno de los elementos del «ello», para el que el joven profesor de hoy no está preparado, es el cara a cara con una clase de niños clientes. Es cierto que él lo fue y que sus propios hijos lo son, pero en esta clase él es el profesor. Como profesor no siente la deuda de amor que conmueve su corazón de padre. El alumno no es un hijo deseado como para que se deshagan de gratitud los miembros del cuerpo docente. Estamos en la escuela, en el colegio, en el instituto, no en familia, no en unos grandes almacenes: no se satisfacen deseos superficiales por medio de regalos, se satisfacen necesidades fundamentales por medio de obligaciones. Necesidades de instruirse tanto más difíciles de colmar cuanto, antes, hay que despertarlas. Dura tarea para el profesor, este conflicto entre los deseos y las necesidades. Y dolorosa perspectiva para el joven cliente tener que preocuparse por sus necesidades en detrimento de sus deseos: vaciarse la cabeza para formarse el espíritu. Desengancharse para conectarse al saber, trocar la pseudoubicuidad de las máquinas por la universalidad de los conocimientos, olvidar los relucientes chirimbolos para asimilar abstracciones invisibles. Y tener que pagar esos conocimientos escolares cuando la satisfacción de los deseos, en cambio, no le compromete a nada. Pues, paradoja de la enseñanza gratuita heredada de Jules Ferry, la escuela de la República sigue siendo hoy el último lugar de la sociedad de mercado donde el niño cliente tiene que pagar con su persona, ceder al toma y daca: saber a cambio de trabajo, conocimientos a cambio de esfuerzo, el acceso a la universalidad a cambio del ejercicio solitario de la reflexión, una vaga promesa de porvenir a cambio de una plena presencia escolar, eso es lo que la escuela le exige.
Si el buen alumno, apoyándose en su aptitud para poner las cosas en su sitio, da por buena esta situación, ¿por qué va a aceptarla el zoquete? ¿Por qué va a cambiar su estatuto de madurez comercial por una posición de alumno obediente, que le parece infantilizante? ¿Por qué va a pagar la escuela en una sociedad donde algunos sucedáneos de conocimiento le son ofrecidos gratuitamente, de la mañana a la noche, en forma de sensaciones e intercambios? Por muy zoquete que sea en clase, ¿no se siente dueño del universo cuando, encerrado en su habitación, está sentado ante su consola? Y chateando hasta la madrugada, ¿no tiene la sensación de comunicarse con la tierra entera? ¿No le procura su teclado el acceso a todos los conocimientos que sus deseos solicitan? ¿Sus combates contra los ejércitos virtuales no le proporcionan una vida palpitante? ¿Por qué iba a cambiar esa posición central por un pupitre en el aula? ¿Por qué va a soportar los juicios reprobadores de unos adultos inclinados sobre su boletín trimestral cuando, encerrado a cal y canto en su habitación, separado de los suyos y de la escuela, reina?
No cabe duda, si el zoquete que fui hubiera nacido hace unos quince años y si su madre no hubiera cedido a sus menores deseos, habría desvalijado la caja familiar, pero esta vez para hacerse regalos a sí mismo. Se habría procurado el último grito en material de evasión, se habría dejado aspirar por su pantalla, se habría diluido en ella para surfear en el espacio-tiempo, sin obligación ni límite, sin horario y sin horizonte, habría chateado sin fin y sin propósito alguno con otros como él mismo. Habría adorado esta época que, aunque no garantice porvenir alguno a sus malos alumnos, es pródiga en máquinas que les permiten abolir el presente. Habría sido la presa ideal para una sociedad que logra esta proeza: fabricar jóvenes obesos desencarnándolos.

Yo hace tiempo que asumí que gran parte de mi trabajo no consistía en enseñar matemáticas. En algunos grupos, no en todos, las matemáticas son la excusa para intentar que los alumnos aprendan a estar tranquilos, adquieran hábitos mínimos de trabajo y de educación: no gritar, respetar el turno de palabra. Que asuman alguna responsabilidad sobre las consecuencias de sus actos. Que sean conscientes de que sí, que son capaces de aprender pero para eso deben trabajar. A los alumnos del barrio el instituto les sirve para cubrir necesidades básicas que deberían atender la familia o, en su defecto, otros servicios sociales. No es tanto un centro de enseñanza como de educación social. Esa es la realidad. Con eso trabajamos.

El problema (o uno de ellos) es que la Administración no admite que existan centros así. Sí, vale, somos un centro de compensatoria. ¿Y en qué se traduce eso? Pues en que tenemos tres profesores extras de apoyo. Con esa ridiculez pretenden que consigamos los objetivos pedagógicos que marca la ley. Si de verdad queremos que estos chavales tengan futuro se debe invertir muchísimos más recursos. A mí no me importa ser profesor, educador, psicólogo, confesor, policía, animador, burócrata e incluso payaso. La única función que no asumo es la de inspector. No pienso investigar quién le quitó la calculadora a Mengano. Me niego. Pero ni asumiendo todos esos roles se puede trabajar con una falta de recursos absoluta. Alumnos con tantas necesidades sin atender requieren grupos muy reducidos. Sólo así se puede tener alguna perspectiva de éxito.

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